La sala es grande;
hay una alfombra verde turquesa en el suelo de parqué; hay una mesa de madera
oscura, con sillas de respaldo decorado a base de filigranas; hay una ventana
medio abierta y el aire que entra mece las cortinas de color verde pálido de
manera casi imperceptible; la lámpara que yace en el suelo está rota, sin luz, pero
la araña del techo funciona sin problemas, dándole a la sala una iluminación de
sala de baile. Las paredes están casi cubiertas por estanterías llenas de
libros caros; también hay un cigarro que está empezando a prender la alfombra y,
en medio de todo esto, yace un hombre.
Está muerto.
Lo estoy viendo.
Estoy aquí, junto a la pared, sin poder moverme, eclipsado por esa terrorífica
imagen que yace ante mí. Tengo miedo, nunca antes lo había tenido. Recuerdo
perfectamente a ese hombre, a ese caballero que está tumbado sin ninguna gracia
en el suelo cosido a puñaladas. Sus ojos parecen mirar más allá de todo lo que
le rodea y la boca permanece abierta en un rictus de asombro. El batín que
lleva se ha cubierto de sangre casi por completo y una de las zapatillas se le
ha salido del pie. Aparece despeinado, muy pálido y con las manos agarrotadas.
No me atrevo a moverme del sitio, no me atrevo a tocarlo; estoy seguro de que cuando
el terror deje de agarrotarme todo el cuerpo, pueda llamar a la policía; porque
he visto quien ha hecho esto.
Ha sido el marido
de su amante.
Y es increíble como
no ha reparado en mí. Francisco (que así se llamaba el difunto) estaba tan
tranquilo en esta misma habitación, repasando con la concentración de aquellos
que tienen ya costumbre unas actas que tenía que leer en una conferencia de
neurología. Estaba a punto de preguntarle alguna duda o incluso darle mi
opinión cuando de repente entra aquel hombre por la puerta. Llevaba una
gabardina larga, de tacto caro, color ocre, y unos pantalones grises. Tenía un
sombrero puesto, pero se podía adivinar bajo las sombras que el sombrero
proporcionaba unos rasgos inconfundibles de que estaba enfadado por alguna
razón.
La verdad, nunca
había visto a aquel hombre.
“Usted”, dijo el
interfecto, “Usted me ha robado lo más preciado que tenía.”
“¿Quién es?”,
preguntó Francisco.
“Mi nombre no lo
necesita. De mi ya ha cogido lo que no le pertenecía; mi mujer. Sé que estuvo
con ella la semana pasada un fin de semana entero y sé que llevaban saliendo
juntos tres meses antes. Pero eso se acabó; ella me lo ha confesado antes de
que la matara.”
“¡Dios santo!”,
exclamó de nuevo Francisco, “¿Y qué es lo que va a hacer ahora?”
No pudo disimular
su miedo; miró fijamente al hombre como se llevaba la mano al interior de la
gabardina y saco un cuchillo de cocina lo bastante grande como para atravesar a
un hombre del pecho a la espalda. Aún estaba cubierto parcialmente de la sangre
de su mujer.
Francisco se echó
hacia atrás, hacia mí, y al hombre parecía no importarle mi presencia en la
habitación; hubiera podido ayudarle, pero me acobardé, me quedé allí quieto,
muy quieto, porque sabía que, aparte de su muerte, también yo recibiría lo mío.
Fue a por Francisco que en un primer momento lo esquivo, porque aquel hombre
iba a matarlo sin ningún miramiento. Luego forcejeó un rato, intentó quitarle
el cuchillo, falló y aquel hombre, que le sacaba media cabeza y era más
corpulento que él, le empujo, tiró la lámpara y Francisco cayó al suelo. Se dio
la vuelta para huir pero el hombre le asestó la primera puñalada, tan fuerte
que le hundió el cuchillo hasta el mango. Dios, no se si lo que sonó después
fue alguna costilla que se quebraba o aún peor, que el cuchillo había
atravesado a mi amigo y se había clavado en el parqué. Se lo sacó mientras
gotas de sangre acompañaban la trayectoria del cuchillo. Francisco se quedó a
cuatro patas y se giró hacia mí; gateaba hacia mí. Y yo allí, presa del terror;
yo creo que el hombre de la gabardina no reparó en mi hasta el final. Volvió a
hundir su cuchillo en la espalda de Francisco tres veces más y la cuarta y
última fue como la estocada final a un toro; se lo clavó en el cuello y, no
contento con ello, se lo cortó longitudinalmente, desde el principio de la nuca
hasta el comienzo de la espalda. Allí no pude si no cerrar los ojos y sollozar.
Estuve así un rato, no sé cuantos segundos, o minutos, u horas, hasta que por
fin entreabrí los ojos y allí estaba el hombre de la gabardina, mirándome a
solo un metro de distancia, me miraba a los ojos, directamente; pero lo más
frívolo y macabro era que se estaba fumando un cigarro como si esa fuera su
casa y no hubiera pasado nada. Era la viva imagen de una persona que acababa de
perder la poca cordura que tenía. Se arregló la gabardina delante de mí, limpió
el cuchillo con aire distraído entre las páginas de un libro y lo volvió a
dejar en la estantería de donde lo había cogido. Hasta que no se acabó el
cigarro no paró de mirarme y estaba a punto de gritarle que acabara de una vez
por todas. Pero no lo hizo; después de acabárselo lo tiró al suelo y se largó.
No sé cuanto tiempo ha pasado de eso, pero aún sigo sin estar sereno.
Dios, el cigarro ya
ha quemado la alfombra y pequeñas volutas ascienden por la habitación; puede
que esa haya sido la idea de aquel individuo después de matar a mi compañero;
quemar la casa, reducir su cadáver a cenizas junto con su vivienda. Pero no lo
puedo permitir. Debería de moverme, pero estoy derrumbado, como paralizado; sé
que tengo voluntad de apagar la llama, pero no puedo desde aquí.
Ahora sí que arde
la alfombra, y dentro de poco arderá la mesa y las sillas; hace calor, hace
mucho calor; las llamas ya han alcanzado la zapatilla de Francisco y la
empiezan a devorar velozmente; el fuego se extiende como si estuviera avivado
por pólvora, pero es el suelo de parqué el que hace que se extiende con
rapidez, ayudado por el abrillantador que todos los días lo mantiene limpio. Me
doy la vuelta, pero lo que veo me deja boquiabierto; detrás de mi también hay
una habitación, y también está en llamas; pero lo más raro es que es idéntica a
la que ahora tengo detrás mío. Y también yace Francisco en el suelo mientras
las primeras lenguas ígneas empiezan a consumir sus piernas.
Cuando las llamas
se encuentran cerca de mí, empiezo a pensar que tengo que librarme de ellas, o
moriré también. Pero por más que sacuda las manos, tanto en una como en otra
dirección para apagarlas, el esfuerzo es inútil.
Es entonces cuando
una luz se enciende en mi cabeza, de un brillo tan evidente que ciega, pero no
solo me ciega de certeza, sino también de dolor. El fuego ya está a mis pies,
pero no soy yo quien se quema, sino el espejo; el espejo en el que permanezco,
como si fuera un alma encerrada en el purgatorio para purificar mis pecados. El
espejo se cubre de carbonilla negra mientras las figuras se distorsionan en su
reflejo; miro atrás de nuevo y encuentro la misma imagen, exactamente igual.
Espero con paciencia
y con tristeza del que sabe donde está ahora el momento en el que el espejo no
refleje nada, y entonces tal vez pueda encontrar un nuevo destino fuera de
él...
... o tal vez
sumergirme en su oscuridad para siempre.
Aquí de nuevo a disfrutar de tus textos. :)
ResponderEliminarCon este no ha sido menos, el principio inmejorable. Das paso de la curiosidad a la intriga de forma impactante. Ya había que leer hasta el final..
¡Un abrazo!
En primer lugar, mil perdones por no haber contestado antes pero he tenido una semanita muy movida y, ahora que eso ya ha pasado y las aguas vuelven a sus cauces, me he prometido a mí mismo contestar todos y cada uno de los comentarios de mis visitantes.
EliminarEn segundo lugar, después de haberme leído todos y cada uno de tus comentarios... por favor, Candela... que como sigas a este ritmo me voy a quedar sin poder enseñarte nada... :P
Así que veo que me la vas a devolver y voy a tener que emplearme a fondo para sacar, al menos uno o dos relatos por semana... Ya no sé de qué manera agradecerte tanto tus comentarios, como tus críticas, como tus alabanzas y, por último pero no menos importante, tu apoyo incondicional. Y, como me dijiste en una ocasión, así da gusto ponerse a escribir; sabiendo que hay alguien detrás que lo lee y lo disfruta. M¡il gracias de nuevo y muchísimos besos!
Los espejos son geniales para jugar con ellos en los relatos, y casi siempre "muestran" cosas, pero me ha gustado mucho el hecho de que el tuyo esconde algo diferente... Al propio personaje atrapado sin saberlo!! Es cierto que engancha el principio, pero me gusta bastante el final.
ResponderEliminarJajaha!! Y luego me dices a mí con Saw... Anda que te has despachado agusto con el pobre mozo, juas!
Muack!!
Hola Tania. Te digo lo mismo que a Candela un poquito más arriba. He ido contestando cronológicamente todos los comentarios y, aunque tengo trabajo con esto, realmente es un placer responder a todos y cada uno de los que entráis en este blog. Así que allá vamos:
EliminarUn secretito: Las almas en pena son mi debilidad. Algunas en muchos relatos lo pasan realmente mal y otras, las menos, logran algo de paz. Me parece que mucha literatura del romanticismo y gótica me está pasando factura... jejejeje...
Otra cosa que te quería contestar es que yo mato al pobre mozo de manera no tan gráfica como tu empleado fiel se carga a su jefe... Puestos a comparar, lo mío es más bien un asesinato chiquitín; lo tuyo me parece más masacre:P
Gracias enormes por dejarte caer por aquí y ya sabes (Te lo habré dicho como mil veces, ¿no?) que siempre siempre siempre ad aeternum serás bienvenida.
Este relato me deja un poco ... despistada... Quiero decir que me hubiera gustado saber quién leñe es el del espejo y por qué está ahí... Me gusta saber esas cosas para terminar de verlo. Es muy interesante!!
ResponderEliminar¡Hola de nuevo, Elena!
EliminarEl que narra la situación de todo el relato es, en realidad, el propio espejo. A pesar de que se refiera en alguna ocasión en tercera persona a él mismo, es el que construye todo el hilo de la narración. Aunque, por otra parte, si te has despistado, probablemente sea en base a que no he sabido expresarlo como Dios manda. Aún así, me parece genial que te haya resultado interesante.
¡Un abrazo!
Terrorífico estar dentro de un espejo.....
ResponderEliminarMe ha gustado mucho....
¡Buenas Lourdes!
EliminarGracias por pasarte por aquí y dejar un comentario. Es, verdaderamente, terrorífico estar dentro de un espejo, pero creo que aún es más terrorífico formar parte de él y no poder escapar.
Me alegro un montón que te haya gustado y espero que esta primera visita sea, valga la redundancia, la primera de muchas.
¡Un saludo!