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sábado, 30 de marzo de 2013

TODA UNA VIDA


Dedicado a Sandra. Feliz cumpleaños, cariño mío. Te iubesc.

Teresa se despierta con una sequedad de boca espantosa. Como casi cada noche, sabe que su medicación surte ese efecto que le hace interrumpir sus horas de sueño. Se da la vuelta trabajosamente en la cama para coger el vaso que descansa apaciblemente sobre la mesita de noche, como cada noche desde que tiene edad para recordar, probablemente incluso antes de conocer a su marido, Mateo, que duerme plácidamente al otro lado de la cama.

Tarda casi un minuto en darse la vuelta y asir el vaso con un temblor apenas perceptible. A los casi ochenta años que tiene, se puede jactar de tener un pulso envidiable. Al cogerlo se da cuenta de que no tiene agua; claro… Antes de acostarse se bebió la que quedaba, pero estaba tan cansada que no tenía ganas de ir a la pequeña cocina de su hogar para llenarlo de nuevo. Se echó a la cama, pensando que tal vez dormiría como un angelito toda la noche. Y efectivamente; así durmió hasta ahora.

Dejó de nuevo el vaso en la mesilla y echó a un lado la sabana y la manta que cubrían su flaco cuerpo. Se calzó y, con el vaso de nuevo en la mano, fue a la cocina arrastrando los pies, intentando no hacer mucho ruido para no despertar a su marido. Tenía el oído muy fino y cualquier sonido, por leve que fuera, le desvelaba en cuestión de segundos.

Mientras iba a la cocina, sonrió. En casi cincuenta y cinco años de matrimonio, el jamás había necesitado levantarse para nada, ni siquiera para ir al baño a altas horas de la noche. En cuanto a ella, parecía una ave nocturna; cuando no tenía que levantarse para orinar, tenía que ir a la cocina a por agua, como este era el caso o incluso, aunque de manera excepcional, para picar algo y sentarse en la mesa mientras leía cualquier cosa: desde un periódico de hacía dos días hasta una revista de cualquier temática o, incluso, un libro de esos que le gustaban a él del oeste, manoseado de tanto uso.


La luz prendió parpadeante causándole un leve dolor en los ojos y dejando impresa en sus retinas luces y sombras de los diferentes muebles y enseres de la cocina. Acercó el vaso al fregadero y abrió el grifo. Se bebió casi medio vaso a sorbos cortos y espaciados, mientras miraba a ningún sitio en particular.

Otra cosa que siempre había hecho en sus escapadas nocturnas era explorar con la mirada todo lo que en ese momento le rodeaba. El silencio que le envolvía en la habitación, donde unas horas antes había tenido una conversación, había cocinado, había incluso visto la pequeña televisión justo en la esquina del aparador… eso era algo que le arrancaba una sonrisa en su avejentado pero afable rostro.

De pie en medio de la cocina, sosteniendo un vaso medio lleno de agua, descubrió algo que, por desgracia, temía que llegara; se había desvelado por completo. Así que pensó, no sin cierta amargura, que iba a hacer… Tras unos segundos de cavilación, se dirigió al salón.

Había un precioso mueble que hacía las veces de sustento decorativo para las miles de figuritas que Teresa coleccionaba febrilmente con formas de animales exóticos (algunos de ellos tan exóticos como un unicornio)  y de estantería para una escasa biblioteca, mezcla de libros, fascículos, cuadernos y álbumes de fotos. Precisamente esto era lo que buscaba.

Su álbum favorito era uno de tapas rojas con dibujos de hojas doradas en relieve. Lo cogió con sumo cuidado, pues era algo pesado y servía de contención para los demás libros. Cuando lo tuvo en su poder, lo estrechó entre sus brazos y su pecho y fue a sentarse en su sillón favorito, uno verde claro con bordes azules celestes. Mateo siempre había dicho en tono sarcástico que, mas que un sillón, parecía el asiento delantero de un coche deportivo. Teresa le obsequiaba con una mueca de reproche que era contestada con un beso de él.

Situó el álbum de fotos en sus delgadas piernas y lo abrió con una sonrisa que rayaba en la expectación, como si esperara el regreso de todo aquello que estaba encerrado entre esas tapas rojas.

Las primeras fotos eran las típicas familiares, tanto de una parte como de la otra. Allá salían los padres de su marido, acullá salían los suyos junto a sus hermanos. Mateo era hijo único, pero ella pertenecía a una familia numerosa de nada menos que ocho hijos. Ahora solo quedaba ella de semejante fraternidad; el más pequeño de sus hermanos, pues ella era la cuarta, había muerto hacía tres años ya.  Parece mentira lo rápido que se pasa el tiempo cuando es justamente tu tiempo el que se agota…

Sus cavilaciones quedaron aparcadas de inmediato al fijar la vista, tras un breve recorrido por las primeras paginas, en un grupo de fotos que le encantaban. Eran ni más ni menos que las fotos de Mateo cuando era poco menos que un niño. No recordaba que edad tenía, tal vez seis o siete años; pero ya se notaba lo guapo que iba a ser cuando fuera un hombre. Bueno; no ha sido muy guapo, no especialmente guapo… Pero, ¿a sus ojos no era así?  La cuestión es que de niño era muy rico. Ahí se veía montado en un caballito de las ferias, en la siguiente con una piruleta casi más grande que su propia cara. Siempre le había dicho, desde que eran jóvenes que, si le hubiera conocido cuando niño, se lo hubiera comido entero sin dejar ni los huesos.

Luego había fotos de ella en la escuela, frente a un libro y mirando con una tímida sonrisa a la cámara. Las coletas que tenía eran especialmente graciosas; se llevó la mano al rostro y dejó escapar un risa ronca entre dientes. Si esa niña se viera como es ahora, con el pelo corto, lacio y blanco como la nieve, casi no podría creer que se trataría de ella misma setenta años después.

Al menos se quedó media hora sentada en su sillón deportivo rodeada de recuerdos de su vida temprana. Revisó de nuevo las fotos de cuando dejó el colegio para trabajar, como sus hermanos mayores habían hecho antes que ella y ayudar en casa. Vio las fotos de su marido en el instituto, pues venía de una familia más pudiente. La época de la mili de Mateo que el recordaba con horror, pues no fue de su agrado.

Acto seguido, vinieron las fotos donde ellos llevaban mas de medio año juntos. Recordaba el parque donde se habían conocido. El llevaba una bolsa con zapatos que acababa de comprarse; ella, unas compras que había hecho. Recordaba que pisó mal y su tobillo se dobló levemente, pero bastó para trastabillar y caer en sus brazos; recordaba como sus miradas se encontraron por primera vez y como, de alguna manera, conectaron.

A las fotos donde estaban juntos, le siguieron las de la boda, que había acontecido tres años más tarde. Según hablaban muchas veces, pues ninguno de los dos podía estarse callado nunca, llegando a conversar hasta altas horas de la noche, aquel día fue uno de los más felices de su vida. Fotos de la comida tras el feliz acontecimiento enseñaba a multitud de parientes de ambas familias, todos brindando por la felicidad y, por qué no, por la dicha de la nueva pareja.

Teresa sonrió complacida desde su asiento. Todas aquellas personas ya no se encontraban entre ellos, pero de alguna manera seguían vivas dentro de su corazón, en sus recuerdos, en cada rincón de su ser. Tenía la esperanza, todavía a su edad, de verles cuando ya no estuviera aquí. Suspiró cansina y siguió reparando en las fotografías.

Habían pasado ya algunos años; los tres viajes a París; el nacimiento de Carla, su hija mayor; las fotos de veraneo en el levante, algunas otras en playas andaluzas; entre ellas, el nacimiento del segundo retoño, Juan Alberto. Mudanza a Palencia, por un asunto de negocios. Imágenes de paisajes manchegos, de Extremadura. Una escapada con los niños, algo ya mayores, a Paços de Ferreira, en Portugal.

El paso de los niños por el colegio y las fotos con los diplomas. Su hija haciendo danza clásica a los ocho años y la fotografía de rigor vestida de ballet con Mateo y ella. El equipo de baloncesto de Juan Alberto y las fotos con su padre, que se sentía muy orgulloso de su trayectoria deportiva. El instituto de los niños; ella y su marido, algo más envejecidos, queriéndose mucho más que el primer día, pero algo menos que el día siguiente, viendo como sus hijos crecen y rememorando los tiempos en los que ellos estaban llenos de los mismos sueños que los que sus retoños tenían en ese momento…

Cerró el álbum.
Los ojos ya le pesaban, el cansancio volvía a ella como una sedante sensación imposible de resistir. Aún le quedaba por ver, por enésima vez, la fiesta de fin de carrera de su hija, el fichaje de su hijo por un equipo alemán de baloncesto de categorías inferiores, las numerosas visitas a Alemania, las fotos con su hija en la consulta médica donde trabajaba… toda una vida en la que la constante era siempre juntos, tanto ella como Mateo. Inseparables desde aquel afortunado tropezón en aquel parque hace ya tantos años.

Un vago deseo se apoderó de ella; quisiera volver a revivir de nuevo aquella primera vez, repasar de nuevo su vida no como alguien presencial como quien ve las imágenes más importantes de su vida, sino como la protagonista. Volver a andar el camino que empezaron juntos hace ya tanto tiempo…

Situó el álbum en su sitio con un poco más de esfuerzo que cuando lo cogió y se encamina hacia su cuarto sin olvidar su vaso de agua. Va a oscuras, pero ella sola conoce el camino de sobra. No quiere encender ninguna luz para despertar a Mateo. Mañana le dirá que le acompañe al médico para decirle de los efectos de esa pastilla que le deja la boca como una lija. Él ya no conduce, pero cogerán el autobús y, cogidos de la mano como han hecho siempre, irán a la consulta de su médico de cabecera.

Teresa se acuesta. Los párpados le pesan que es una barbaridad. Se da la vuelta y, en medio del sueño y la vigilia, se da cuenta vagamente de que su marido no ha cambiado de postura desde que le dejó; cosa rara en él, pues aunque no le cuesta nada despertarse por cualquier sonido por leve que sea, siempre ha sido muy movido en la cama. Casi al borde ya de dormirse, se acerca a él y apoya su cabeza contra el pecho de Mateo. En esa postura tarda aproximadamente cinco minutos en dormirse.

Tal vez si hubiera estado más despierta, hubiera notado al instante que su marido no respiraba; hacía media hora que había dejado este mundo, casi en el instante en que ella se despertaba para beber agua. Pero Teresa ya estaba durmiendo sobre el pecho inerte del que había sido su marido durante tantos años. Extendió su brazo para coger la mano de él, todavía caliente, y la estrechó débilmente mientras sonreía dulcemente. A diez minutos de las seis de la mañana, cuando el sol comenzaba a despuntar por el horizonte, Teresa también dejó de existir.

Los dos fueron encontrados el mismo día avanzada la mañana; ella con su cabeza sobre el pecho de él y las manos de ambos entrelazadas, como una réplica perfecta del primer día cuando se conocieron en aquel parque, hace ya muchos años…



8 comentarios:

  1. Mi scumpii... es precioso. Me emocione mucho y al final se me cayeron muchas lagrimas. Que regalo mas bonito puede recibir alguien, que una vida llena de amor al lado de sus queridos? Asi me gustaria vivir y morir yo tambien.
    Gracias. Te quiero mucho :*

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    1. Ya te dije que lo que tenía preparado era algo agridulce. De todas maneras, si te ha hecho emocionarte, satisfecho me quedo. A ver si nos toca la lotería en este sentido y podemos vivir cosas así. Feliz cumpleaños, cielín. Te iubesc foarte muuuuuuult!

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  2. ¡Qué bonitoooooooooooooo! Cómo se nota de dónde ha venido la inspiración. El deseo de todo enamorado, morir junto a la persona elegida, de viejitos. :) Un texto entrañable.

    ¡Un abrazo!

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    1. Y ojalá fuera así para todas las parejas que realmente se quieren y no tienen ningún prejuicio o vergüenza a demostrarlo. Pero ya paro, que me pongo romántico... :P

      ¡Un besoteeeeeee!

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  3. Este relato me ha recordado lo rápido que pasa el tiempo, yo no tengo ochenta años y aún así de vez en cuando me da por repasar fotos y vídeos de tiempos pasados, madre mía si llego a esa edad no sé que haré, jejeje.

    Y sí, es un relato agridulce, el final me ha puesto un poco triste... Ains...

    Un saludo.

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    1. ¡Hola Patricia! Bienvenida de nuevo por este lugar. Ciertamente, aún somos jovencicos como para pensar más seriamente en la edad de nuestros abuelos y revisar fotos y vídeos está a la orden del día, tanto si eres niño como adolescente como ya adulto. Y siempre hay que consolarse que, si se llega a esa edad, pero tienes la cabeza y la salud en condiciones, bine vale cumplir aunque sean noventa años.

      ¡Un abrazo muy grande y nos leemos!

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  4. Buena historia, que me recomendó Sandra :) El final me ha dejado una sensación agridulce, pero quien no quisiera acabar así. Yo firmaba ahora mismo. Un abrazo!

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    1. ¡Buenos días, Francisco!

      Bienvenido de nuevo a mi blog, gracias a Sandra por la recomendación y, por supuesto, gracias a ti también por compartirlo.

      En efecto, quería que el final tuviera cierto regusto agridulce, pero la historia de toda una vida juntos es algo que merece la pena escribirse y más aún si también esa misma historia atraviesa los muros de la vida y va más allá hacia la eternidad. Por cierto, yo también firmaba ese final sin dudarlo un instante.

      ¡Un abrazo!

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