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viernes, 28 de septiembre de 2012

SOUVENIR


Guardó la foto y se despidió de aquel pintoresco hombre tras haberle pagado dos euros. Tal vez era una estupidez que anduviera un fotógrafo callejero haciendo fotos por dos euros cada una, pero era algo que le resultaba encantador, como muy vintage. Mientras esperaba a su cita, miró su reloj de pulsera; todavía era pronto para empezar a impacientarse. Ella siempre era puntual, siempre estaba allá mucho antes de que su acompañante llegara generalmente con un cuarto de hora de retraso, ocasionalmente con solo cinco minutos y muy de vez en cuando puntual. Por supuesto, llegar antes de la hora era casi una quimera.

Como iba muy sobrada, según marcaba su minutero, se dispuso a contemplar la foto que aquel hombre (poco agraciado por cierto) le había sacado. Registró su bolso con cuidado y la extrajo con un cuidado casi ceremonioso. Era una foto polaroid. Resultaba bastante increíble que a estas alturas una persona echara fotos con una polaroid e inmediatamente se acordó de cuando era más pequeña, casi sin contar los cuatro años, cuando papá le retrataba para el día de su cumpleaños o, simplemente, porque era su princesa.

La foto en sí no era nada del otro mundo; ella se veía elegante, vestida de manera cosmopolita pero sin ser extravagante. Un foulard verde le ocultaba el largo cuello blanco y sus ojos, casi del mismo verde que el pañuelo, miraban al frente acompañados de una sonrisa que más bien era una mueca sardónica muy natural, para nada forzada. El cuerpo reposaba sobre la pierna izquierda mientras la mano derecha con el brazo arqueado aferraba su cadera. La blusa blanca marfileña destacaba una figura esbelta, que no descarnada, para ir a morir a unos pantalones vaqueros algo desteñidos de color añil. La polaroid había captado en sus ojos, en su sonrisa y en su pose todo el esplendor de su personalidad. Era una mujer joven segura de sí misma y con todo el futuro por delante.

El paisaje era la plaza donde estaba esperando, ni más ni menos; Se trataba de una ancha extensión de adoquines de piedra y en el centro de semejante plaza se erguía una fontana  que distraía al gentío con sus juegos de luces y saltos de agua. Las palomas surgían por detrás de ella en la foto alzando el vuelo, como si les urgiera alcanzar el cielo, de manera que solo se podría averiguar que eran palomas por la silueta borrosa de las mismas.

Lo que más curioso le pareció fue que, a pesar de que la plaza era un lugar frecuentado y en exceso transitable a cualquier hora, solamente aparecía ella como elemento humano; absolutamente nadie más, ni siquiera cerca de la fuente. Su mirada fue hacia abajo y detectó un pequeño fallo que podría haber pasado inadvertido para una persona que la observara por un instante. Los zapatos con los que se calzaba  estaban como cortados a medio pie. En la polaroid se presentaba como si no tuviera dedos de los pies.

Una cámara de ese tipo es bastante vieja; normal que haya tenido un fallo de impresión. Aún así, la fotografía es preciosa” pensó mientras la repasaba una y otra vez con su atenta mirada, en busca de alguna otra tara.

A veces es increíble lo rápido que pasa el tiempo cuando concentramos nuestros esfuerzos en algo; una mano le tocó suavemente en el hombro y ella se dio la vuelta con gesto interrogante. Allá estaba su cita, sonriente y llegando, casi contra todo pronóstico, puntual. Los dos besos de rigor invitaron a acomodarse en unos asientos de mimbre y acero de una terraza bastante acogedora. Se sentó con el bolso en el regazo y asido al brazo. Ella pidió un café con hielo; él, un carajillo de J&B. La conversación fue al comienzo algo trivial; ella le enseñó la foto y le dijo cómo la había conseguido. Él le escuchó con atención y se la devolvió, notando que realmente le faltaba más de medio pie. Solamente se alcanzaba a ver los tacones de ambos zapatos. Ella observó la foto y pareció turbarse momentáneamente, pero luego razonó que pudo deberse a que la luz no enfocaba bien en la foto como para darse cuenta de ese detalle anteriormente. Tras hablar del tiempo y de la semana que les esperaba todavía de temperatura agradable antes de dar paso al otoño, sacaron a colación el trabajo que desarrollaban cada uno en la empresa donde trabajaban y cuales eran las expectativas de ambos para dentro de unos años. Por supuesto también hablaron, de manera algo más sucinta, de ellos dos, pues llevaban casi dos meses saliendo formalmente.

A las dos horas de estar juntos en la terraza, es cuando empezó a sentirse verdaderamente mal. Quizá se debiera a los dos cafés con hielo que se tomó o tal vez al Martini seco a modo de vermouth de después. O tal vez se tratara de todo esto combinado con el calor que todavía hacía, a pesar de estar anocheciendo. Se llevó la mano derecha a la sien y se la masajeó disimuladamente mientras centraba la mirada en su interlocutor concentrándose en lo que le estaba diciendo. No quería que se diera cuenta de que estaba pasando por un mal momento en esos instantes, pero al cabo de un par de minutos fue imposible seguir disimulando y le comunicó a su pareja, mientras cerraba los ojos, que se encontraba terriblemente mal. El hombre, preocupado, le preguntó si era por algo que había comido o bebido, pero no le pareció que el estómago le estuviera jugando una mala pasada.

Abrió los ojos y trató de enfocarle bien y le dijo con una voz que le sonó extracorpórea que posiblemente fuera por el calor. Suspiró de mala gana expulsando el aire a intervalos temblorosos y pareció relajarse. Su pareja no le quitaba los ojos de encima. La conversación llegó a punto muerto y él pidió un vaso de agua. Se lo trajeron inmediatamente e invitó a que se lo tomara. Ella le hizo caso y se bebió el agua a sorbos irregulares. Dejó el vaso en la mesa y trató de reanudar el diálogo que había entre los dos antes de esa inoportuna interrupción. El hombre volvió al hilo, algo más cauto, sin perder de vista a su compañera por si acaso mostraba de nuevo signos de malestar.

Ella pareció sobrellevarlo bien; incluso se irguió en la silla tranquilamente mientras se apoyaba en los reposabrazos del asiento y le miraba fijamente. Ella hablaba más pausado, de forma casi mecánica, como si estuviera soportando un gran dolor; de hecho, lo que en esos momentos sentía era semejante a como si le arrancaran algo desde dentro, algún órgano vital, acaso el corazón.

Mientras el dialogó volvía de nuevo hacia él, ella asió gradualmente con fuerza el apoyabrazos y su respiración se hizo más jadeante.


Y entonces ocurrió lo inexplicable: De repente, se levantó de la silla como si hubiera recibido una descarga eléctrica y un grito agudo y penetrante que heló la sangre de su acompañante salió de su garganta mientras las manos, transformadas en dos garras le tapaban el rostro. La gente a su alrededor se volvió atónita al espectáculo que aquella mujer daba en medio de la terraza. Tras ese grito que dejó literalmente clavados a todo el mundo en sus asientos o en el paseo, ella se echó a correr, junto con el bolso, hacia el interior del local sin dejar de chillar como si le estuvieran extirpando el alma.

El hombre, tras un momento de vacilación, se aprestó a seguirla dentro del café. Y ella, de algún modo, había encontrado los baños de mujeres yendo como iba a ciegas. Los camareros y algún que otro pinche de la cocina iban secundándole a una distancia prudente, como que eso no iba con ellos pero querían cerciorarse del desenlace. Él se acercó a la puerta y oyó que ella parecía ahogarse con sus gritos hasta que finalmente escuchó como un maullido, como si alguien en sueños hiciera un sonido inarticulado seguido de un sonido seco. Llamó a la puerta, mas no contestó nadie. Probó a decir su nombre, pero fue también en vano. Finalmente, tras unos segundo de vacilación, entró en el baño de mujeres.

El escenario que se encontró no podía ser más extraño. Ella no estaba, a pesar de que había indicios de que así había sido hacía un momento. El foulard descansaba casi a punto de caerse al suelo sobre el lavabo y el bolso estaba en el suelo, abierto, de costado y dejando que todo lo que tenía dentro se esparciera por el baño. Había entre todas las cosas diseminadas un pintalabios, un pequeño set de maquillaje, un espejito de mano que se rompió, el monedero donde guardaba el dinero y la documentación, un paquete de pañuelos y un objeto cuadrado negro. El hombre miró sin saber que estaba mirando y de pronto cayó en la cuenta. Era la polaroid que le mostró hacía un par de horas. Se agachó para cogerla, pues estaba del revés y le dio la vuelta mientras los camareros y algunos curiosos se acercaban con cautela a la escena.

En el rostro del hombre se dibujó una mueca de extrañeza e incomprensión al observar la foto: Pues en ella solo se veía la plaza con la fontana y las palomas levantar el vuelo, como una sombra borrosa que se yergue hacia el cielo; pero su acompañante, la mujer, había desaparecido.

jueves, 27 de septiembre de 2012

DETRÁS


Corría cada vez más deprisa.

Gritaba auxilio, pero no podían oírla, porque no había nadie que le escuchara. Estaba desesperada, no sabía qué había ocurrido, pero algo o alguien la perseguía: Lo notaba. Ese algo le perseguía. No se atrevía a girarse para saber si su perseguidor estaba cerca o lejos, muy cerca o muy lejano, eso no importaba. Ella seguiría corriendo aunque llegara a la otra punta de donde… bueno; de donde se suponía que estaba. No tenía noción del lugar en el que permanecía, ni tan siquiera lo consideraba relevante. Ya nada importaba. Estaba cruzando una especie de sala rebosante de espirales en las paredes que, además, tenían vida, porque se movían. Seguían el sentido de la espiral al moverse, pero también palpitaban. No le encontró sentido; todo era, simplemente, banal, sin importancia. Solo quería correr para salir de aquel miedo que amenazaba con atenazarle la garganta e impedirle gritar; incluso impedirle respirar.

Había olvidado todos sus momentos en la vida, toda su familia, sus amigos, su vivienda… su vida entera había caído en esa sospechosa sala, en algún momento anterior, mientras corría; quizás se encontraba en alguna de esas espirales palpitantes de color azul oscuro que infestaban la sala. Pero algo iba en pos de ella; no podía detenerse y mirar; tenía que correr, intentando no cansarse.


De repente, se dio cuenta de que estaba completamente desnuda. No llevaba nada de ropa con lo que cubrir su cuerpo… cualquier prenda hubiera valido para que, al menos, se sintiera protegida del miedo que inundaba su ser. No oía nada, no había ruidos, ni sentía frío o calor a pesar de su desnudez. Creía incluso que no estaba viendo las espirales, que solo eran fruto de su imaginación, pero algo en su mente le decía que era muy real, brutalmente real, que todo cuanto la rodeaba en esos momentos existía con absoluta certeza. Y algo la perseguía hasta que se cansara. Entonces, se acabaría todo su mal y sufrimiento… o acaso serviría para atormentarla más.

La sala parecía no acabarse nunca, siempre llena de sombras y, como no, de ese color azul oscuro que las espirales emitían al compás de sus latidos. Parecía no acabar nunca. Pensó que tal vez aquello que venía detrás no fuera más que otra persona perdida, tan perdida como ella, que solo buscaba compañía para no sentirse sola; quizás podría tratarse de alguien que levara allí mucho tiempo. Pero la duda plantó su semilla en la razón de ella y le hizo sospechar que tampoco podría ser cierto. Tal vez fuera alguien que no quería su compañía, si no alguien que no quería ninguna compañía, que venía dispuesto a eliminarla. No quería ser negativa, pero el miedo la inducía a pensar de esta manera; el miedo mataba cualquier posible pensamiento de esperanza.

Siguió corriendo sin parar, presa de un pánico cada vez mayor, pero también llena de un sosiego tranquilizador, algo muy poco usual. Quizás la atraía irremediablemente hacia él… si es que se trataba de un hombre… o hacia ella, si era mujer. Pero, ¿y si no fuera ninguna de las dos cosas? Su carrera se convirtió en un trote, un paso acelerado.

Le gustaría. Seguramente. Quizás, después de todo, no fuera más que alguien que busca compañía, como había pensado anteriormente; quizás solo fuera eso. Le agradaba pensar así. Su trote cambió a ser un paseo semejante al del que va a un parque a andar tranquilamente entre los árboles, en contacto con la naturaleza. Pero eso no era un parque. ¿Lo sentía más cerca? ¿Podía sentirlo ya? Todavía no. Creía que no. Pero sabía, intuía, tenía esa certeza de que estaba más cerca, muy cerca.

Y, en ese momento, delante de ella, le vio.

Una figura con capa se dibujaba entre las sombras. Tenía un aspecto siniestro, una imagen de un ser sospechosamente maligno, pero eso no le importó. Alzó los brazos y la atrajo hacia sí. Ella alzó los suyos y fue a su encuentro, a algún lugar lejos de aquel sitio. Tal vez esperara de él unos brazos sinceramente abiertos para sostenerla, algún descanso después de tan agotadora carrera, de esa carrera carente de objetivo, de sentido propio. Podía sentir, mientras se acercaba, el calor y el frío que irradiaba a la vez de aquel extraño. Podía sentir ese calor y ese frío fluir por su desnudo cuerpo.

Tan solo cuando estuvo cerca de aquel ser, se dio cuenta de cual había sido su error, de que lo pagaría eternamente… y no habría salvación posible. Y es que no hay que detenerse para nada en el Camino hacia la Luz.

Y entonces, en aquel momento, un grito emergió de sus labios; y ese grito se fue apagando lentamente mientras, en la sala, aquellas espirales azules y oscuras seguían girando y palpitando. Su grito se extinguía por momentos, hasta desaparecer.

Solo los latidos de las espirales, tras el paso de la mujer, permanecieron audibles. 

EL VUELO DE LAS HADAS


Carimironeana flota entre las nubes. Semejante a un corcel que cabalga por la fresca campiña al atardecer, el hada envuelta en algodones vuela alto, casi saboreando la luz que le llega de más allá de las montañas, de las altas cumbres nevadas que se levantan amenazadoras intentando tocar el cielo que ella misma sobrevuela.

Carimironeana es feliz. Su corazón casi salta en su pecho mientras cruza las impolutas nubes que cruzan por ese mar celestial infinito; vuela. Sabe volar. Ha aprendido hace muy poco, pero no hay cosa que más le llene como ser vivo que volar. A pesar de que ama la tierra, de que ama los árboles y de que ama a las montañas y las colinas que refrescan su joven y pálido rostro, ella se considera hija del viento y del cielo, de las nubes y las estrellas, del sol y de la luna.

Carimironeana tiene unas alas pequeñas, pero fuertes. Con ellas lleva cincuenta años surcando los cielos. Tan solo se detiene para descansar en tierra. Y, cuando sueña, lo hace con el cielo. Es un hada apartada de su naturaleza, tangente a sus semejantes, y con un amor hacia el gran azul como nunca se ha visto por ningún ser vivo.

Carimironeana, al volar, siente en sus oídos el aliento del oxigeno, siente en su pequeño pecho la vida del aire, el latir del color le inunda la vista; sus ojos se transforman en una fuente de azul perfecto y su sonrisa se ensancha tanto que se diría que jamás se extinguiría la felicidad en su rostro.

Carimironeana ha atravesado cielos violáceos de un anochecer angosto, ha extendido sus alas en cielos púrpuras, casi negros de noches apacibles y serenas, ha visto el reflejo del sol y el suyo propio en el espejo del mar, ha ido hacia más allá de donde se extiende el horizonte y ha probado las frescas gotas de lluvia otoñal mientras los relámpagos trenzaban sus cabellos.

Carimironeana observa desde su posición elevada el bosque que le ha visto nacer, el bosque al que baja para subir de nuevo en sueños. Y es en ese mismo momento, en ese atardecer, con el sol poniéndose entre las colinas, calentando su rostro con los últimos rayos de su luz, cuando el aire se vuelve más denso para ella. Y llega hasta su olfato el olor de humo. El olor de algo que se quema. El bosque llama a sus hijas para que atiendan al peligro que se cierne sobre él.

Carimironeana es hija del viento y del cielo, pero el bosque es su protector por las noches, su salvaguarda de los sueños nocturnos y, como tal, baja rauda a atender los ruegos de su amigo. Y ve como los animales abandonan sus madrigueras, como corren hacia lugares menos peligrosos y se alejan de la amenaza que crepita con la madera y se alimenta de ella. El terror rojo y caliente se aproxima sin piedad, devorando todo lo que encuentra a su paso. El fuego no perdona ni respeta ninguna zona y se propaga con rapidez. Las llamas se elevan por encima de las copas de los árboles para haceros arder como si fueran velas de cera absurdamente talladas.

Carimironeana mira a sus hermanas del bosque, las hadas, que intentan apagar el fuego con la ayuda de Silbo, su Magnum Pater, aquel que las acoge a todas, guardián del bosque  y señor de la brisa forestal. Y ella vuela rauda hacia donde están para ayudar en todo cuanto pueda. Puede oír en su mente las voces lastimosas de los árboles casi carbonizados por el fuego y siente las lágrimas de sus hermanas que caen al pardo suelo como gotas de rocío.

Carimironeana se queda con ellas y su Magnum Pater para sofocar el fuego, para luchar contra él, para aniquilar todo rastro de lengua flamígera. Y casi lo logra, tras mucho batallar contra el, pero es inútil. El fuego avanza sin piedad. Y cuando ella quiere darse cuenta, observa a su alrededor y contempla con absoluta perplejidad que sus hermanas no están. Han huido al comprender que el bosque se rinde ante el poder calorífico del imposible fuego y no han reparado en que ella, su hermana celestial, no estaba allá.

Carimironeana siente que el calor se cierne sobre ella como una ola intempestuosa del mar. Y ve que no tiene escapatoria. Que no puede huir a través del bosque. Nota como el calor empieza a apoderarse de su piel y, lo que es más importante, de sus alas. Y, con las alas ardiendo en sus bordes, con un grito de desesperación, huye del fuego hacia arriba, hacia su hermano cielo. Y atraviesa las llamas que intentan, como dedos desesperados, hacerse con su diminuto cuerpo y engullirla como le ha ocurrido al bosque.

Carimironeana sube cada vez más alto, pero el fuego se ha prendido en sus alas y estas se queman lentamente. Entonces, cuando ya no puede volar más, deja caer su cuerpo de nuevo hacia la tierra, dejándolo a merced de destinos inciertos. Pero voló alto, muy alto y lejos, muy lejos. Y su cuerpo fue a dar al rió cercano a bosque. Se sumergió apagando el fuego que consumía lo poco que quedaba de sus alas.

Carimironeana siente el abrazo del agua dulce. De sus alas solo quedan vestigios carbonizados y húmedos. Y mientras su cuerpo toca fondo de aquel río, comprende que ha llegado el momento; ha llegado el momento de escoger. Jamás podrá volver a volar de nuevo, ni recorrer aquellos parajes maravillosos a vista de pájaro; jamás volverá a sentir la caricia del viento ni el cercano rayo de sol. Así que escoge; y cierra sus ojos.

Alexia se despierta de su sueño; abre los ojos bruscamente; sabe que ha tenido un sueño, pero no recuerda ni siquiera un fragmento de éste. Mira la hora en su reloj y ve que son las cuatro y veinte de la mañana. Demasiado pronto. Mañana, es decir, hoy, tiene clase a las siete de la mañana en la Facultad de Económicas. Se levanta despacio para no despertar a nadie y se asoma a la ventana. Quisiera poder dormir de nuevo, pero se ha desvelado.

Alexia mira a través de la ventana. Las luces de la ciudad le parecen velas encendidas en medio de una oscuridad inconmensurable. Le recuerdan a las luciérnagas del bosque. Más allá, ve las oscuras colinas que bordean su ciudad. Siente un escalofrío que le recorre todo el cuerpo. Y se pregunta, con cierto asombro, si algún día podrá volar de nuevo y surcar los cielos para ver aquellos paisajes que visitó…

Cuando todavía tenía alas.

BLANCANIEVES


I won’t be the one who’s going to let you down
Maybe you’ll get what you want this time around
The trick is to keep breathing
Garbage


Un bosque en medio de la nada. Miles de árboles perennes coronan la tierra y se levantan hasta un cielo cubierto de nubes grises como cenizas. El verdor es esplendoroso en toda su magnitud y se extiende hasta donde alcanza la vista, poblando la madre tierra al este y al oeste. En medio de este frondoso bosque, hay un claro de tierra yerma y, en medio de este claro, un ataúd de cristal en donde reposan los restos mortales de una doncella que, en vida, fue la más hermosa del reino y, ahora, con su palidez cadavérica, es la sombra de lo que antaño fue. Siete enanos de aspecto curtido velan el cuerpo rodeando el féretro cristalino mientras entonan cánticos de dolor, de sufrimiento por la joven muchacha que ya no se encuentra entre ellos, por la muchacha que ya no es vida en su cuerpo, sino un desierto ocre de desesperación, pues la parca se la llevó de la mano; la manzana que una vieja le tendió provoco su muerte y los enanos, compungidos, le lloran.

La doncella de negros cabellos como el basalto pétreo, de rojos labios como la temprana rosa primaveral, de manos suaves y delicadas, de cuerpo esculpido por los mismos dioses, está muerta. Pero los enanos que la guardan saben que el príncipe aparecerá para deshacer el hechizo de la malvada bruja que pretendía casar a la joven con su despiadado hijo. Los enanos tienen fe en que aparecerá por el bosque un precioso caballero que la libere de su estado mortal, dándole ese beso de amor, ese preciado beso que sea capaz de despertar a la muchacha, de hacer que los zafiros que son sus ojos se abran para recibirle con la más cálida mirada que un ser humano pueda sentir.

El caballero está en camino.
Siempre a lomos de su impresionante corcel, busca a la que es el amor de su vida, el amor de mil vidas dentro de su cuerpo. Galopa esquivando las ramas bajas que amenazan con hacerle caer, saltando los troncos que impiden su paso por la tierra. Y respira. Respira el aroma de los árboles que le indican que se apresure, que su amada está cerca, no muy lejos, en un claro. Su presteza se hace peligrosa y los nervios amenazan con dejarle sin aliento; como le dijo su padre cuando le enseñó a montar, el truco es seguir respirando, aun cuando tus nervios te dominen.

El príncipe piensa que no llegará a tiempo. Tan solo unos centenares de metros le separan de su amada, pero teme no poder romper el hechizo y hundirse en las profundas aguas del desespero. Sin embargo, el galope de su montura da un más que preciado resultado: El príncipe ve el principio del claro. Y lo que es más importante. Ve a su amada.

Baja de su blanco caballo para encontrarse con ella. Los enanos que guardan el féretro están echados en el suelo. Duermen. Despertarán con ella cuando la joven prometida salga de su ataúd. Camina lento, aspirando el dulce aroma del bosque, rememorando el olor de los cabellos de la joven, de su joven y lisa piel.

Se acerca cada vez más, paciente, tranquilo, sabiendo que su amada está a unos pasos y su amor brotando de todos los poros de su ser. Al llegar al féretro, retira la cristalina cubierta y la mira con ardiente deseo, con infatigable amor, con el sentir del corazón saliendo por su boca. Y entonces se acerca, y le besa. Y el beso hace que su cuerpo reciba un torrente de emoción y cariño nunca antes experimentado antes por ninguna persona. Su beso nace cálido en los labios de ella y, tras retirarse, nota como lentamente la muchacha entreabre la boca dejando ver las perlas que su boca guarda en perfecta hilera. Respira. Entonces abre los ojos y son resplandecientes, de un azul intenso, que se confunde con el azul celestial del día y con el azul profundo del mar. Le mira y comprende. Sonríe.

El le tiende la mano y ella la coge. Le ayuda a salir del ataúd con la delicadeza propia de una obra de arte. Sale despacio, como si se hubiera despertado de un sueño profundo de miles de años. Ve a sus queridos enanos durmiendo, sus amigos que siempre le colmaron de atenciones y caprichos y sabe que no volverá a verlos nunca más.

El príncipe ve que llora, que no quisiera esto para ellos, que no lo quería, pero el beso que la ha despertado, ese beso de amor que su amado le ha procurado, estaba más allá de las fronteras de la vida y de la muerte. Es el beso de una promesa, el beso que dos amados se dan aún cuando ambos han cruzado esa frontera. Y los dos lo saben; saben que han muerto para el mundo, pero no para ellos mismos.

Se dirigen hacia el frondoso bosque de nuevo cogidos de la mano, sin mirar hacia atrás y, mientras lo hacen, desaparecen, esfumándose con la temprana niebla… sin mirar atrás.

Los enanos duermen, guardan el féretro de cristal donde reposa el cuerpo de una princesa. Pero los enanos que la guardan saben que el príncipe aparecerá para deshacer el hechizo de la malvada bruja que pretendía casar a la joven con su despiadado hijo. Tienen fe en que aparecerá por el bosque un precioso caballero que la libere de su estado mortal, dándole ese beso de amor, haciendo que vuelva de nuevo a respirar.

Para que vuelva seguir respirando.

HIGHWAY TO HELL


No stop signs, speed limit
Nobody’s gonna slow me down
AC/DC


Acabo de llamar a la policía.
Así, sin más; espero que, tras esta llamada se acabe todo de una vez y pueda dejar atrás estos episodios de locura.

Veréis:
Hace unas horas atropellé a un joven. Sencillamente no lo vi; yo solo estaba conduciendo, y conducía por debajo de los límites. Entonces cruzó la calle. Todo esto ocurrió en las afueras de la ciudad. Dios, como tiemblo al pensarlo. Iba con mi Nissan, un todo terreno con tracción y… fue espantoso. El chico salió despedido por encima de mi coche. Creo que quiso saltar para evitar el choque. Intentó saltar hacia atrás, pero no me esquivó. Pasó por encima del coche y os aseguro que lo vi a cámara lenta. Llovían folios de su carpeta y el se movía en el aire como un muñeco de trapo. Era de noche, la calle tenía poco alumbrado, muy pocas farolas (era el extrarradio de la ciudad, como he dicho antes) y aquel joven era la única persona que paseaba por la calle en ese momento.

Yo no iba muy rápido, ¿sabéis?, y no recuerdo que hubiera pasos de cebra o algún semáforo que me indicara que parase… no lo recuerdo. Solo recuerdo que daba volteretas por encima de mi todo terreno y que me pareció macabro… muy macabro.

Cuando cayó al suelo lo hizo sin gracia alguna... sonó como un saco lleno de tierra que cae en un barrizal. Lo primero que pensé fue en eso, en cómo había sonado. Después frené. Me quedé paralizado., presa del pánico, del terror. Miré (me atreví) por el retrovisor y allí estaba.

Tendría el cuello roto, a juzgar por el ángulo sospechoso que formaba con el resto de su cuerpo, al igual que las dos piernas y seguramente un brazo… la ropa estaba empapada con su sangre. Era un espectáculo atroz. La sangre empezaba a teñir de rojo el asfalto. En ese momento hice lo que nadie debería de hacer, lo que tantas y tantas veces hablamos de no hacer, pero que es casi instintivo el tener que hacerlo; lo hice, sí. Y me arrepiento, pero ya es tarde para eso. Huí de allí. Arranqué y me marché dejando al muchacho y su carpeta y sus folios… le dejé allí, sin prestarle auxilio, aunque ya no lo necesitara, sin esperar a que la policía llegara… Me fui.

Al kilómetro paré en un pequeño descansillo de carretera y bajé del coche para ver en qué estado se encontraba la parte delantera de mi vehículo. En el parachoques y en los focos había sangre… y aún goteaba. Me temblaban las manos y me las froté obsesivamente como si tuviera frío. Miré a ambos lados de la carretera. No aparecía nadie.

Fui al maletero del Nissan y saqué de allí una esponja que utilizo para lavarlo y un cubo con una botella medio llena de agua dentro de él. Empecé a limpiarlo. No fui consciente hasta después de ponerme de nuevo al volante que, mientras lo limpiaba, estaba llorando. En aquellos instantes alguien habría encontrado al muchacho, seguro que alguien estaría llamando a la policía o a una ambulancia… ya lo habrían encontrado, sin ninguna duda.
Volví a mi asiento cuando hube limpiado a conciencia el coche y me quedé allí por lo menos dos minutos. Fue cuando pensé seriamente la posibilidad de llamar a la policía, pero fue un pensamiento meramente fugaz.

Veréis:
Me había dado a la fuga. Tenía que haberme quedado allí y llamar sin demora pero no lo hice. Las cosas hubieran tenido otro tipo de solución, pero no fue así. Me rendí a la evidencia de que ya era tarde, había abandonado el cuerpo en la carretera… y no había marcha atrás. Arranqué el coche y fui hacia mi casa. Puse la radio para distraerme y salió AC/DC cantando algo de un camino hacia el infierno. Cambié de emisora al instante; demasiado premonitorio.

Llegué a casa y aparqué en el garaje. Abrí la puerta que comunica con la cocina y pensé que no estaría de más tomar un poco de cualquier cosa que llevara alcohol… tal vez con hielo. Saqué tres rocas del congelador y las metí en un vaso de vidrio con filigranas doradas y plateadas. En la misma oscuridad pasé al salón hacia el aparador de las bebidas; me serví una generosa cantidad de Coraçao.

En ese momento pensaba en emborracharme, pero cavilando más fríamente me eché atrás con aquella absurda idea. Ya había sido cobarde una vez dejando a ese chico muerto en la carretera. No lo iba a ser por segunda vez. Por eso sé que no estaba borracho, sino muy sobrio cuando ocurrió.

Subí a mi cuarto para desnudarme e intentar dormir (siempre con el Coraçao en la mano) pero, al entrar en mi dormitorio, me quedé paralizado. El vaso se me cayó de la mano y oí que se rompía en mil pedazos contra el parquet a lo lejos, como si lo hubieran roto desde mi salón.

Veréis:
Mi dormitorio estaba lleno de folios, la mayor parte con manchas rojas. Estaban por todas partes. En la cama, en el escritorio, en la mesilla, en las estanterías e incluso en el suelo. La ventana abierta hacía que los folios se mecieran a merced del aire y me señalaban, os juro que me señalaban como el culpable. Pensé en la lluvia de folios salidos de la carpeta que portaba el muchacho y entonces caí de rodillas y me tapé la cara con las manos. Estuve así un buen rato; cuando me atreví a mirar de nuevo, no había ni rastro de folios, pero sí de sangre; sangre que manaba de mis rodillas al clavarme trozos de aquel vaso de cristal.

Fui al baño como pude porque aquello empezaba a doler; encendí la luz allí, sentado en el water; empecé a quitarme los cristales con unas pinzas. Dios, que dolor. Me lo desinfecté cuando me quité los pantalones y me puse gasas con esparadrapo; luego, en el lavabo, me aseé las manos y la cara y entonces vi el rostro del muchacho por el mío al retirar la toalla para secarme. Me tambaleé hacia atrás, tropecé con el felpudo de la bañera y caí al suelo todo lo largo que era dándome un buen golpe en la cabeza.
Ante mis ojos empezaron a abrirse capullos negros que nublaban mi vista y mi consciencia. Me impuse arrastrándome hasta una habitación, sin preocuparme por la luz del baño ni por la pequeña brecha en mi cabeza. Al llegar a mi cuarto, medio cuerpo dentro, medio fuera de la cama, me desmayé.

Esto es lo que pasó. Cuando desperté pensé en que no podría soportar este cargo de conciencia durante mucho tiempo. La imaginación, el estrés y el miedo me hicieron ver cosas que negué o dejé allí por cobardía. Ahora es de día, las cosas ya las veo más claras; las vi claras al despertarme. Tenía que llamar a la policía. Busqué el móvil por los bolsillos del pantalón que llevaba anoche, pero luego caí en que estaba en la chaqueta, y esta estaba en el coche. Fui abajo, no muy convencido de llamar; tenía claro lo que había hecho, de acuerdo, pero no quería llamar a la policía. Necesitaría un empujón, algo consistente.

Y así fue; así fue cuando fui a por la chaqueta.

Veréis:
El parachoques del coche estaba manchado de sangre. Y no dejaba de manar.

EL HOMBRE QUE NO FUE EL (ÉL) MISMO


Dedicado a mi gran amigo Mariano. Te quiero, hombre.


Huestes de impronunciables nombres se abren camino por la espesa campiña
Hacia mi casa, el hogar que mis padres conocieron no tanto tiempo atrás
Vienen a por mí, la luna roja en el firmamento lo demuestra
Acero que pule mis manos y rabia que asoma por mi boca
¿Desesperarás ahora ante estos que vienen?
Triste
Desesperanza
Amor y caridad es lo único que pido enfundado en esta bata púrpura
El viento sopla con desidia
Casi aire
Y el bosque, a lo lejos, es un mar de verdes hojas
Que ahora son negras como el carbón
Como la náusea de la noche
En el balcón os espero
A vosotros, sí
No creáis que a nadie más
Porque sois vosotros los que venís a preguntarme,
A alejarme de mi ansiada soledad, mi sufrimiento eterno
Lucharé con fuego y apagaré vuestro llanto, porque ya tengo raíces aquí
Soy parte de este quejumbroso bosque
Y aunque vomitéis sangre
Y bilis
Os acordareis de que os lo dije
Que el que avisa no es traidor
Acero en mano, corre tanto como pluma en diestra
El arte de la escritura es tan sabio como el arte de la espada
Y si tengo que cortar en mil pedazos las páginas con garabatos,
Letras símbolos que tenemos para leer y entender
Entonces que así sea
Pero también con una pluma puedo escribir en vuestros cuerpos
Y desangraros hasta morir
Hasta teñir la luna del rojo color de vuestro líquido
Del vuestro
Oh diosa Isis, a ti quien he dedicado mi vida sin contemplaciones, o dios de la noche, que por ti muero cada día al amanecer
¿Permitirás que se me lleven de esta mi torre?
¿Permitiréis ambos que me arrastren hacia el sol amarillo cuando no arranquen tinieblas de mi casa?
¿Sólo se me llevarán a mí o hay más que deben sacrificarse?
Mi luna es mi todo, mi todo es el bosque y el bosque es negro
Si sois benevolentes para con vuestros seguidores lo entenderéis,
Pero

Silencio

Pasos que se acercan
Galopes de caballo
Y yo
Yo
Yo
Me apresuro tanto para oírlos llegar, escribiendo rápido, sin pensar en las palabras a elegir
Ahora mi pluma es el arma
No un arma
El arma
Definitiva y brillante la campiña se llena de galopes, de armaduras que relucen con mi luna roja tan brillantes que eclipsan mi mirada
Desde mi torre se ven
Pero aun no
Pero no
Eso está mal
Isis, diosa del atardecer
Divinidad inmortal
Diosa cerúlea
Vampiro del alba
Mancha mis alas con tu bendición
Procura que no falle desde aquí
Y aun cuando siga escribiendo
Y entren en el cuarto
No fallare
No pienso fallar.
No quiero fallar
Ya suben

Ya han entrado.
La puerta se abre

Y yo fallé.


CÁNTAME, TROVADOR


Cántame, trovador, una hermosa canción
Cántame aquella como cuando era niño
Y me acunaban tus notas candorosas
Notas que salían de tu arpa y tu voz

Ven aquí, a la calidez del fuego de leña
Abrázame con tus palabras
Acerca de damas, muertes, duendes y hechizos
Dame una sola razón para dormir
En este tu sueño de fantasía
Abriré mi ventana y en la fría noche
Volaremos para ser libres

Mantén una nota al aire
Y yo la secundaré en la tierra
Líbrame de todos mis miedos
Haz a mis miedos libres de mí

Pesan mis ojos mientras tocas
Mis párpados son arduos telones
Que cierran mi realidad
Y transportan mi humanidad
A una tierra de ensueños, promesas,
Amor, locura, libertad y risas.

Cántame, trovador, una triste canción
Cántame aquella cuando era hombre
Cuando caí en la desidia y en la desgracia
De esta vida yerta a mi paso
De este desierto interminable de hielo
No despiertes mis sentidos a la tortura
De tener que seguir vivo para soportarlo

Cántame una canción acerca de una mujer
Alivio de mis males, reposo de mis deseos
De mi amor y mi felicidad, una isla
En medio de este mar de pesadillas

Escribe una bella letra para los dos
Eternamente te lo agradeceré
Bendícenos con tu instrumento
Para que nuestro camino en la vida
Nos sea más soportable a los dos

Cántame, trovador, una lenta canción
Cántame aquella cuando era anciano
Pleno de vida para ahora entregarla
Al Dios que me la prestó en tierra

Cántame, trovador, mas date prisa
Que mi momento aquí se apaga
Aunque el amor por todos y todas las cosas
No se agoten nunca, ni siquiera
Para cuando yo me vaya.
Cántame, trovador, cántame...

Cántame.

EL ESPEJO


La sala es grande; hay una alfombra verde turquesa en el suelo de parqué; hay una mesa de madera oscura, con sillas de respaldo decorado a base de filigranas; hay una ventana medio abierta y el aire que entra mece las cortinas de color verde pálido de manera casi imperceptible; la lámpara que yace en el suelo está rota, sin luz, pero la araña del techo funciona sin problemas, dándole a la sala una iluminación de sala de baile. Las paredes están casi cubiertas por estanterías llenas de libros caros; también hay un cigarro que está empezando a prender la alfombra y, en medio de todo esto, yace un hombre.

Está muerto.

Lo estoy viendo. Estoy aquí, junto a la pared, sin poder moverme, eclipsado por esa terrorífica imagen que yace ante mí. Tengo miedo, nunca antes lo había tenido. Recuerdo perfectamente a ese hombre, a ese caballero que está tumbado sin ninguna gracia en el suelo cosido a puñaladas. Sus ojos parecen mirar más allá de todo lo que le rodea y la boca permanece abierta en un rictus de asombro. El batín que lleva se ha cubierto de sangre casi por completo y una de las zapatillas se le ha salido del pie. Aparece despeinado, muy pálido y con las manos agarrotadas. No me atrevo a moverme del sitio, no me atrevo a tocarlo; estoy seguro de que cuando el terror deje de agarrotarme todo el cuerpo, pueda llamar a la policía; porque he visto quien ha hecho esto.

Ha sido el marido de su amante.

Y es increíble como no ha reparado en mí. Francisco (que así se llamaba el difunto) estaba tan tranquilo en esta misma habitación, repasando con la concentración de aquellos que tienen ya costumbre unas actas que tenía que leer en una conferencia de neurología. Estaba a punto de preguntarle alguna duda o incluso darle mi opinión cuando de repente entra aquel hombre por la puerta. Llevaba una gabardina larga, de tacto caro, color ocre, y unos pantalones grises. Tenía un sombrero puesto, pero se podía adivinar bajo las sombras que el sombrero proporcionaba unos rasgos inconfundibles de que estaba enfadado por alguna razón.
La verdad, nunca había visto a aquel hombre.

“Usted”, dijo el interfecto, “Usted me ha robado lo más preciado que tenía.”
“¿Quién es?”, preguntó Francisco.
“Mi nombre no lo necesita. De mi ya ha cogido lo que no le pertenecía; mi mujer. Sé que estuvo con ella la semana pasada un fin de semana entero y sé que llevaban saliendo juntos tres meses antes. Pero eso se acabó; ella me lo ha confesado antes de que la matara.”
“¡Dios santo!”, exclamó de nuevo Francisco, “¿Y qué es lo que va a hacer ahora?”
No pudo disimular su miedo; miró fijamente al hombre como se llevaba la mano al interior de la gabardina y saco un cuchillo de cocina lo bastante grande como para atravesar a un hombre del pecho a la espalda. Aún estaba cubierto parcialmente de la sangre de su mujer.

Francisco se echó hacia atrás, hacia mí, y al hombre parecía no importarle mi presencia en la habitación; hubiera podido ayudarle, pero me acobardé, me quedé allí quieto, muy quieto, porque sabía que, aparte de su muerte, también yo recibiría lo mío. Fue a por Francisco que en un primer momento lo esquivo, porque aquel hombre iba a matarlo sin ningún miramiento. Luego forcejeó un rato, intentó quitarle el cuchillo, falló y aquel hombre, que le sacaba media cabeza y era más corpulento que él, le empujo, tiró la lámpara y Francisco cayó al suelo. Se dio la vuelta para huir pero el hombre le asestó la primera puñalada, tan fuerte que le hundió el cuchillo hasta el mango. Dios, no se si lo que sonó después fue alguna costilla que se quebraba o aún peor, que el cuchillo había atravesado a mi amigo y se había clavado en el parqué. Se lo sacó mientras gotas de sangre acompañaban la trayectoria del cuchillo. Francisco se quedó a cuatro patas y se giró hacia mí; gateaba hacia mí. Y yo allí, presa del terror; yo creo que el hombre de la gabardina no reparó en mi hasta el final. Volvió a hundir su cuchillo en la espalda de Francisco tres veces más y la cuarta y última fue como la estocada final a un toro; se lo clavó en el cuello y, no contento con ello, se lo cortó longitudinalmente, desde el principio de la nuca hasta el comienzo de la espalda. Allí no pude si no cerrar los ojos y sollozar. Estuve así un rato, no sé cuantos segundos, o minutos, u horas, hasta que por fin entreabrí los ojos y allí estaba el hombre de la gabardina, mirándome a solo un metro de distancia, me miraba a los ojos, directamente; pero lo más frívolo y macabro era que se estaba fumando un cigarro como si esa fuera su casa y no hubiera pasado nada. Era la viva imagen de una persona que acababa de perder la poca cordura que tenía. Se arregló la gabardina delante de mí, limpió el cuchillo con aire distraído entre las páginas de un libro y lo volvió a dejar en la estantería de donde lo había cogido. Hasta que no se acabó el cigarro no paró de mirarme y estaba a punto de gritarle que acabara de una vez por todas. Pero no lo hizo; después de acabárselo lo tiró al suelo y se largó. No sé cuanto tiempo ha pasado de eso, pero aún sigo sin estar sereno.

Dios, el cigarro ya ha quemado la alfombra y pequeñas volutas ascienden por la habitación; puede que esa haya sido la idea de aquel individuo después de matar a mi compañero; quemar la casa, reducir su cadáver a cenizas junto con su vivienda. Pero no lo puedo permitir. Debería de moverme, pero estoy derrumbado, como paralizado; sé que tengo voluntad de apagar la llama, pero no puedo desde aquí.

Ahora sí que arde la alfombra, y dentro de poco arderá la mesa y las sillas; hace calor, hace mucho calor; las llamas ya han alcanzado la zapatilla de Francisco y la empiezan a devorar velozmente; el fuego se extiende como si estuviera avivado por pólvora, pero es el suelo de parqué el que hace que se extiende con rapidez, ayudado por el abrillantador que todos los días lo mantiene limpio. Me doy la vuelta, pero lo que veo me deja boquiabierto; detrás de mi también hay una habitación, y también está en llamas; pero lo más raro es que es idéntica a la que ahora tengo detrás mío. Y también yace Francisco en el suelo mientras las primeras lenguas ígneas empiezan a consumir sus piernas.

Cuando las llamas se encuentran cerca de mí, empiezo a pensar que tengo que librarme de ellas, o moriré también. Pero por más que sacuda las manos, tanto en una como en otra dirección para apagarlas, el esfuerzo es inútil.


Es entonces cuando una luz se enciende en mi cabeza, de un brillo tan evidente que ciega, pero no solo me ciega de certeza, sino también de dolor. El fuego ya está a mis pies, pero no soy yo quien se quema, sino el espejo; el espejo en el que permanezco, como si fuera un alma encerrada en el purgatorio para purificar mis pecados. El espejo se cubre de carbonilla negra mientras las figuras se distorsionan en su reflejo; miro atrás de nuevo y encuentro la misma imagen, exactamente igual.

Espero con paciencia y con tristeza del que sabe donde está ahora el momento en el que el espejo no refleje nada, y entonces tal vez pueda encontrar un nuevo destino fuera de él...

... o tal vez sumergirme en su oscuridad para siempre.