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jueves, 20 de diciembre de 2012

UN NUEVO DIA


 Dedicado a Paula. Feliz cumpleaños.

Se despertó cuando el cielo empezó a clarear. Las estrellas todavía brillaban en el firmamento, aunque de manera más tenue. Eran las seis de la mañana. Salió lentamente de su saco de dormir y se desperezó de pie. A su lado Valentina, su novia, dormía plácidamente. Despacio, sin hacer apenas ruido, sacó su cuerpo del calor del saco y se embutió con un abrigo de plumas; tiró de la cremallera de la tienda de campaña donde habían pasado la noche y salió al bosque.

Habían acampado en un monte alejado incluso de caminos convencionales, a unos veinte kilómetros de radio de una zona poblada. Habían decidido pasar cinco días de ensueño ellos solos, amantes de la naturaleza, haciendo senderismo y pernoctando en claros alejados del peligro de los animales del bosque. Su último asentamiento había sido aquel promontorio, desde donde se podían ver en el horizonte picos más escarpados y la salida del sol tras aquella magnífica noche; habían sido primaverales aquellas últimas horas nocturnas, cosa curiosa; estando a una altitud aproximada de mil metros y en pleno mes de diciembre, parecía del todo asombroso que se llegaran a esas temperaturas.

Braulio respiró aquel aire puro y, con una sonrisa en su rostro, esperando ver el primer rayo de sol, fue de nuevo al interior de la tienda y, haciendo aún menos ruido que antes, sacó su mochila y, de ella, extrajo un camping gas, una cafetera y el termo con agua. Iba a preparar café para dos; esperaría a que este burbujeara y, antes de que el primer rayo de sol se descubriera por los picos del horizonte, despertaría a Valentina para ser espectadores privilegiados. Tal vez incluso después de aquella maravilla hicieran el amor, como ayer por la noche. Valentina siempre decía que un polvo matutino le daba energías extras y, obviamente, siempre que podían, se ponían manos a la obra.

sábado, 1 de diciembre de 2012

LA VISITA


La pequeña Inés mueve su cabeza hacia la izquierda. Todavía no abre los ojos; primero se concentra en respirar. Nota algo en sus fosas nasales, algo que le molesta; se lleva su manita al arco de cupido y descubre un tubo que, conectado a su pequeña nariz, le suministra oxígeno. Incluso aquel movimiento de la mano le duele. Y un destello cruza su mente, haciendo que recuerde todo: Un accidente de coche; su papá conduciendo mientras cantaban los dos una canción que sonaba por la radio; una noche de niebla densa por la carretera; un coche delante de ellos y en dirección contraria que pierde el control; y recuerda el frenazo, recuerda el choque, pero ya nada más aparece en su mente. A partir de ese momento, todo es oscuridad.

Iban a ver a unos amigos para pasar la navidad. Ellos dos solos, unas vacaciones auténticas como nunca habían tenido. Quería mucho a su papá y esperaba que estuviera bien. En cuanto alguien viniera, le preguntaría por él, pues era consciente, por el tubito de la nariz y por aquella cosa que le dolía en el antebrazo y que iba conectada a una bolsa de un líquido transparente que estaba en el hospital. Era una niña lista y espabilada, a pesar de sus siete años.

Sus ojos permanecían cerrados todavía. Dejó caer su brazo lentamente, para intentar evitar el dolor que le atenazaba e intentó concentrarse en respirar, mientras oía sonidos de fondo de personas, seguramente enfermeras, yendo de un lado a otro sin hacer mucho ruido y un pitido intermitente que le resultaba sedante. Siguió respirando al compás del pitido y se sumergió casi al instante en un sueño tranquilo.

Notó que le tocaban la frente. Se removió en la camilla y abrió, esta vez sí, los verdes ojos, herencia de su mamá. El brillo de la luz le cegó momentáneamente y después se acostumbró al destello blanco y  aséptico de las lámparas de neón del techo. Entonces centró su mirada en quien le había tocado, y vio a su papa junto a ella, sonriente. Se fijó en que una banda le cruzaba el pecho y mantenía su brazo en cabestrillo y tenía algunos cortes y arañazos en la cara y en los brazos, pero aparte de eso estaba bien.

- Hola, cariño mío.- susurró su padre sin dejar de acariciar su frente y luego su carita.- Te has quedado dormida…

No contestó enseguida. Se limitó a encoger su rostro contra la palma de su padre, devolviéndole así su afecto. Después las lágrimas pugnaron por salir de sus ojitos y su rostro se contrajo como quien espera llorar. Su papá se sentó junto a ella en la camilla y se aproximó a ella para darle un besito en su blanca frente.

- No llores, pequeña.- le dijo amablemente.- Lo malo ya pasó. Por suerte, eso ya es otra historia y estamos juntos y bien, ¿verdad?

Inés asintió y se rindió a sus lágrimas. No le gustaba ver a su papá con ese aspecto y ese brazo así doblado y vendado, pero al menos estaba allá y eso era el mejor de los remedios. Miró a su padre e intentó hablar, intentó preguntarle qué había pasado y como habían llegado hasta aquel hospital.

- No recuerdo nada…- dijo Inés con voz queda.

- Un coche se salió de su carril y se estrelló contra nosotros de frente, cariño. Los daños fueron importantes, pero por suerte los servicios de urgencia llegaron rápidos y nos trasladaron al hospital más cercano, que es este.

- ¿Cuánto tiempo llevamos así?- preguntó. Tenía la boca pastosa y le costaba hablar, como si tuviera pegamento entre la lengua y el paladar.

- Nos trajeron por la noche, y ahora ya casi está amaneciendo. Mira por la ventana.- y señaló hacia fuera.

Inés vio que el cielo empezaba a clarear en el horizonte. No había mucha niebla, como si el nuevo día que daba paso fuera de primavera y no del triste invierno en el que se encontraban. Siendo consciente de que una lagrima resbalaba por su mejilla, sonrió dando la bienvenida a aquel amanecer. Luego devolvió la mirada a su padre, que también fijaba su vista en la ventana.

- Es muy bonito, ¿verdad, papá?- le preguntó más animada.

- Claro que sí, peque.- le dijo bajando sus ojos a ella y acariciándole el pelo.- Muchos amaneceres nos quedan por ver y disfrutar.

Inés se sentía más que feliz de repente por el hecho de estar allá junto a la persona que más quería en el mundo. Sabía que con él no le podría pasar nada malo… sí; su papá era lo mejor.

- Ahora Inés, tienes que hacer una cosita.- dijo su papá sin dejar de sonreír.

Ella le miró interrogante con una ceja medio arqueada, con ese gesto que tanto le encantaba a él. Sonrió enseñando sus dientes y ella le devolvió la sonrisa. Estaba expectante de la petición de su padre. Este siguió hablando.

- Debes levantarte, cielín. Tienes que caminar.

Inés se quedó aturdida. En su estado y con todos aquellos aparatos a su alrededor, el tubito de la nariz, el tensiómetro en el dedo, la aguja de suero en su antebrazo… no podría siquiera incorporarse. Pero, al bajar la vista hacia su cuerpecito, vio que estaba cubierta con una sábana hasta el pecho y sus brazos estaban desnudos, desprovistos de agujas, sondas y Dios sabe que más. Miró a su padre con sorpresa.

- ¡Me han quitado las cosas, papá!- exclamó sorprendida y contenta.

- Claro que sí. Por eso te dije que debes levantarte y caminar.- contestó él mientras Inés exploraba sus brazos con curiosidad.

No parecía haber ninguna marca de agujas ni nada por el estilo; su padre muchas veces le decía que era una niña fuerte, sana y con la misma facilidad para regenerar heridas que él. Cuando le dijo eso a Inés la primera vez, con cuatro años, la pequeña le preguntó si era porque eran superhéroes y su padre estuvo riendo un buen rato con su ocurrencia.

Pero lo realmente extraño no era que no tenia marcas en los brazos; lo raro era que no parecía sentir ningún tipo de dolor en el resto de su cuerpo. Entonces pensó que se estaba curando rápidamente.

- ¿Has visto, papá? Puedo moverme bien, sin dolor ni nada…- dijo aun sorprendida.

- Pues venga, Inés.- contestó su padre levantándose de la cama y retirando la sábana.- Vamos a dar un pequeño paseo.

Inés comprobó que iba en camisón de hospital, de esos que se abren por detrás y un rubor empezó a cubrirle las mejillas. Su papá fue hasta el armario, lo abrió y sacó una bata rosa, con animales bordados de forma desordenada por todas partes. Era su bata favorita.

- ¿Cómo han traído mi batita?- preguntó Inés abriendo mucho los ojos y la boca.

- No la han traído, cielo. Ya estaba aquí.- dijo mientras la descolgaba de la percha con una sola mano. Luego se dirigió hacia ella.

Inés se levantó, pues no quería que su padre trabajase tanto con un brazo así; al poner los pies en el suelo lo notó frío; descubrió unas zapatillas finas de color azul celeste al lado de la cama y se las puso. Al instante los pequeños pies de la niña se llenaron de un calor agradable que le hizo estremecerse de gusto. Le cogió a su padre la bata y se la puso, abrochándosela hasta el cuello.

- ¿Cómo te encuentras, Inés?- preguntó su padre.

- Estoy bien. Seguro que no me gusto cuando me vea en el espejo porque tendré heridas feas, pero mira: puedo moverme.- y era cierto, pues empezó a bracear y pasear contenta en la habitación.

- Entonces, si puedes andar, estás lista para dar el siguiente paso, pequeña.

- ¿Qué paso?- preguntó deteniéndose.

Se acercó a ella y se agacho hasta ponerse a su altura. La cogió suavemente de un bracito a la vez que Inés le miraba con una mezcla de extrañeza y felicidad. Luego su papa bajó hasta su manita y se la oprimió. Se puso de nuevo de pie y fueron hasta la puerta del cuarto. Allá se detuvieron de nuevo y su papa le puso su mano sana en los ojos.

- Ahora tienes que relajarte y concentrarte en tus latidos, en tu respiración. Lo que vas a ver a lo mejor te choca un poco, pero te preparará para lo que venga después. Yo no te dejaré de la mano en ningún momento, ¿vale?- Inés asintió algo asustada.

Ella hizo lo que le dijo. Se concentró en su respiración, en los latidos de su propio corazón. Y, pasado un rato, escuchó algo más. Era como una especie de pitido muy tenue, como de la máquina que le controlaba las pulsaciones. Ahora funcionaba sola. Pensó entonces que a quién estaba midiendo el pulso. En ese instante, su padre le retiró la mano de sus ojos y ella observó de verdad.

Inés estaba junto a su papá, pero a la vez estaba en la cama del hospital. Estaba entubada y había máquinas a su alrededor que medían diferentes valores de sus constantes vitales. Tenía la cabeza vendada y un collarín le impedía mover el cuello. Bajo la sábana se adivinaba su cuerpecito laxo, casi inanimado. El movimiento de su pecho respirando era la única señal de vida que mostraba.

Vio desde la puerta de la habitación la dificultad que tenía para respirar. Se alzó de nuevo el pecho para tomar aire, volvió a contraerse y ya nunca más se movió. El pip intermitente de la máquina empezó a ser un pitido constante, casi como el heraldo de una nueva muerte. Inés se dio cuenta de que su cuerpo yacía muerto en la camilla. A su lado, la puerta se abrió y entró una enfermera que revisó la máquina rápidamente y luego a ella misma. Después salió corriendo de la habitación hacia el mostrador. Llamó al doctor para que acudiera cuanto antes.

Inés no podía dejar de mirarse a sí misma en aquella camilla. Luego levantó la vista hacia su padre, que también observaba con una mueca de dolor y disgusto, pero también con alivio y entereza. Los dos cruzaron la puerta que la enfermera dejó abierta y, al salir al pasillo, vieron que el médico y dos enfermeras más aparte de la que dio el aviso se dirigían a la habitación apresuradamente.

- Tal vez no te guste ver eso, Inés.- sugirió él.- Ahora que ya has visto lo que quería enseñarte, no es necesario que veas más.

Ella cogió a su papá de la mano mientras atisbaba con el ceño fruncido el cuarto donde intentaban, en vano, reanimarla. Negó con la cabeza y le dio un pequeño tirón en el brazo a su padre.

- No quiero ver más, papa. Vámonos de aquí. Quiero que me lleves a otro sitio. Este no me gusta.- dijo mientras sacaba morros.

- ¿Recuerdas el amanecer que hemos visto por la ventana, tesoro?- preguntó su padre sonriendo de nuevo.- Pues podemos ir hacia allá si quieres. Seguro que es lo más bonito que podemos ver jamás.

El brillo de los ojos de la niña le indicó que, fueran donde fueran, siempre que fueran juntos, sería el lugar mas bonito del mundo. Cogió su mano, esta vez más fuerte, para que viera que era una chica valiente, y empezaron a andar por el pasillo del hospital.

Mientras caminaban, los rayos de sol que empezaban a filtrarse por las ventanas incidieron en su recorrido, iluminando la senda que todos alguna vez hemos de recorrer en busca de mundos extraños y nunca vistos en esta vida.

UNA CORTA HISTORIA DEL REY NELIK


Esta historia ocurrió realmente durante un invierno en el reino de Fereb. El rey Nelik, quien las crónicas describen como un inútil en potencia, salió de caza un invierno, en la época de la tradicional caza del oso de los bosques. Aquel inmenso verdor era ahora un manto blanco, producto de la interminable nevada que había caído dos semanas antes.

El rey Nelik se levantó temprano, pues quería aprovechar las pocas horas de sol que el día le propiciaba para llevar a buen puerto su empresa. Los criados se afanaron para vestir al rey de acuerdo con aquella ocasión y el miraba su porte, orgulloso, en el espejo. Tras un desayuno algo frugal en la sala de invitados, mientras la chimenea rugía con un fuego crepitante, el rey Nelik cogió el viejo arcabuz con el que su padre había luchado en las guerras contra los Torelianos, pensando que representaría un gran honor matar al oso de los bosques con aquel artilugio.

Vestido, desayunado y armado, el rey Nelik se hizo acompañar de un gigante como montura (Pues el rey era de corta estatura) y se acomodó en una especie de arnés que previamente habían puesto sobre la joroba de aquel maltrecho monstruo. Nelik arreó con un arnés al gigante, y este echó a andar por el camino que conducía a los nevados bosques de su reino.

Pasó aproximadamente una hora antes de que el rey se decidiera por uno de los robustos y magníficos árboles que adornaban la extensa llanura. Se trataba de un abeto de fuertes ramas y altura considerable. El rey Nelik, ansioso como era, dio el alto al gigante y le ordenó que se alzara cuanto pudiera en su altura. El rey alcanzó así la rama más gruesa y subió a ella. Cogió el arcabuz y cebó la mecha. Quería estar preparado para cuando el oso apareciera sin correr ningún riesgo. Ordenó al gigante que se fuera de las proximidades para no estorbar su regio objetivo y este comenzó a andar.

El rey Nelik preparó entonces la yesca y el pedernal para hacer fuego y comprobó que el frío no sería obstáculo para ello. Frotó las dos partes con energía. Al tercer intento varias chispas saltaron juguetonas y una de ellas prendió la mecha de arcabuz del rey, que disparó con un sonido estruendoso. La casualidad (o la torpeza del rey) hizo que aquella arma se disparara en dirección al gigante, atravesando una bala su cabeza. El pobre desgraciado cayó al suelo cuan largo era muerto al instante. Y el rey Nelik, sorprendido por el hecho, mas no por su torpeza, fue incapaz de reaccionar.

Dos días más tarde, se organizó una batida, pues el rey no había regresado ni se tenían noticias de él desde su refugio de invierno, que estaba a unas horas de distancia del palacio. A mitad de camino, le encontraron subido en la rama más gruesa del más grueso roble, con el semblante azul, congelado por las inclemencias del tiempo y la fría noche.

En el suelo, a escasos metros del árbol, yacía lo que los lobos habían dejado del gigante. Bajaron al rey como pudieron y dejaron al gigante congelado en el bosque. La noticia se extendió al instante por todo el reino y hasta la última casa del más humilde labriego supo de la última gesta de su majestad.

El rey ha muerto; viva el rey.

INSIDIOSO


Iba a hacerlo esa misma noche. Bob Germain entraría a robar en la casa de los nuevos vecinos. No hacía ni dos meses que se habían mudado, así que seguramente ya habrían ubicado todos los muebles y enseres personales en su lugar correspondiente dentro de aquella maravillosa vivienda.

Hacía mucho tiempo que el viejo hogar de la anciana Tabitha Axanthi (vaya apellido para aquella mala bruja) se erguía decrépito entre las nuevas casas que iban apareciendo casi como setas en el nuevo plan de urbanización. En líneas generales, había quedado un barrio monísimo, con sus casas de pintorescos tonos pastel, sus agradables vecinos y sus aceras pavimentadas de una baldosa gris tan pulida, que casi brillaba a la luz del sol. Pero aquella casa, la antigua residencia de la señora Axanthi, ni tocarla.

Nadie había osado, ni por todo el oro del mundo, derribarla; mucho menos de habitar en ella. Hay incluso una historia (que Bob creía que era una leyenda negra que pasaría a engrosar la ya mala reputación de la casa) de un chico que, para entrar en una pandilla, fue desafiado a pasar una hora en la casa. Y eso hizo en pleno día. El joven entró pero no salió nunca más. Los otros chicos se impacientaron y entraron, convencidos de que había huido por la parte trasera de la casa o permanecía en ella para darles un buen susto. Sin embargo, lo que encontraron fue bien distinto: El muchacho estaba colgado de una viga en el centro del salón con el pelo completamente blanco y los ojos casi salidos de sus órbitas.

Pasó algún tiempo desde aquel incidente (pura leyenda, seguía mascullando Bob) y la casa seguía sin venderse, derribarse o cualquier otra acción que fuera eliminarla del mapa. Hasta que finalmente, un buen día se colgó el cartel de VENDIDA en el terreno estéril que pretendía ser el jardín de aquel inmueble.

Los nuevos vecinos eran una pareja de extranjeros, de muy buen porte y excelentes modales. Hablaban sorprendentemente bien el inglés para ser foráneos y se les notaba muy solícitos con los vecinos cercanos a su recién adquirida casa y bastante comunicativos. Hacía ya un año que habían comprado la casa pero, en cuanto tenían un momento, siempre iban a supervisar las tareas de reconstrucción y remodelación, tanto del exterior como del interior. Durante aquel tiempo, sin embargo, no hubo ningún incidente digno de mencionarse. Nada de nada.

Y la casa acabó de remodelarse en un tiempo razonablemente rápido. Tras aquello empezó la mudanza de aquellos agradables forasteros, trayendo los muebles y enseres para la casa. Y allá vivían desde hacía dos meses. Bob empezó a mostrar interés por aquella casa nada más verla por fuera. Efectivamente, habían hecho un gran trabajo para restaurarla, y se figuraba que alguien que tiene medios para restaurar una casa y amueblarla posteriormente, tiene por fuerza que ser algo más que un simple asalariado. Cuanto más pensaba en ello, más fuerte era el impulso de entrar en la vivienda.

Bob siempre había sido un ladrón metódico, alguien que trabajaba solo y que se llevaba lo necesario de una casa y nada más. Tenía buen ojo para aquello que robaba y después lo vendía a un precio asequible en el mercado negro. Así todos salían ganando. Y él el que más.

Esas dos últimas semanas se las pasó encerrado en su casa planeando un asalto a sus nuevos vecinos en toda regla. Había seguido sus movimientos de manera metódica, casi se diría que obsesiva; pero para que un trabajo salga bien, hay que cuidar todos los detalles hasta las últimas consecuencias. Sabía cuando entraban, cuando salían y los más importante: Cuando se ausentaban durante un largo periodo. Había calculado un par de horas todos los días en las cuales la mansión quedaba a su entera disposición para entrar y sustraer lo que quisiera. Hasta se podría tomar más tiempo del debido.

Y allá estaba: Esperando con su furgoneta tres viviendas más abajo de la de la antigua casa Axanthi, muy calmo, a que salieran los nuevos propietarios. Miró su reloj. Las siete y veinte. Faltaban al menos cinco minutos para que la puerta se abriera y se fueran a donde Dios sabía dónde, durante dos preciosas horas que pensaba aprovechar al máximo.

Los dos hicieron acto de presencia en el porche siete minutos después; él cerraba la puerta (¿sin llave?) mientras ella aguardaba en los escalones con los brazos cruzados mirando hacia delante. Por si acaso, Bob se encogió en el asiento aliándose con las sombras de la temprana noche. El matrimonio bajó los escalones de la entrada al porche, cruzaron el jardín, que empezaba a florecer, y anduvieron calle arriba, separados por apenas un palmo. Caminaban como si fueran amigos, más que una pareja.

Pero Bob no estaba allá para hacer esas observaciones. Había cosas más importantes. Dio al contacto de la furgoneta y se acercó lentamente a la casa. Aparcó lo más cerca que pudo y salió de su vehículo armado tan solo con un saco y una palanca; se palpó la cadera derecha y tocó las ganzúas que llevaba en su cinturón. Muy bien; todo en orden. Se aproximó a la casa con calma pero apresurado. Quería realmente comprobar que aquellos dos no habían cerrado con llaves. Si así fuera, se ahorraría el trabajo de las ganzúas, acaso de usar la palanca también.

Tocó el pomo de la puerta y giró. Cedió sin ningún tipo de problema. Abrió despacio, mirando por la rendija de menos de diez centímetros para intentar vislumbrar algún tipo de alarma desde dentro, pues afuera no vio nada. Tras un corto espacio de tiempo, abrió del todo, entró y cerró la puerta. Metió la mano en el saco y sacó una linterna de potente foco . La encendió y dirigió un haz por toda la estancia. El recibidor se abría directamente al salón. Había dos puertas en la pared de enfrente, una a cada lado. Una permanecía abierta, pero la otra estaba cerrada. Respiró hondo y caminó hacia el centro del salón.

“¿Qué clase de familia viene a un barrio de gente bien y no pone alarmas a su casa? Se nota que no son de aquí”, pensaba Bob con media sonrisa dibujada en su cara. “Veamos que maravillas guardan en su hermosa casita.”

Cruzó el salón sin ver nada importante que llevarse a su saca. Enfocó la linterna hacia la puerta abierta y observó que llevaba a la cocina; si había una habitación en una casa inútil hasta decir basta para robar, esa era la cocina… a no ser que tuvieras hambre, obviamente.

Pasó entonces a la otra puerta; observó entonces que no estaba cerrada, sino entornada. La abrió y observó: Era un pasillo. En la pared de la izquierda había dos puertas. En la de la derecha, al finalizar el pasillo, había una. Tal vez una de esas puertas llevaba al cuarto de la parejita. Fue a averiguarlo.

La primera puerta a la izquierda era un cuarto de pequeño tamaño que guardaba objetos tapados con sabanas. Entró en la estancia y levantó algunas lonas. Eran más muebles, algunos enteros y otros que solo eran tablas y cajones sueltos, probablemente armarios sin montar. Salió de aquel cuarto y miró en la segunda puerta. Era un baño común… o no tan común. Un vistazo más detenido hizo que Bob se percatara de que la bañera tenía en la mayor parte de su superficie unas manchas de un óxido tan viejo como las edades del hombre. No había un WC y el lavabo pendía de tres pernos que habían conocido tiempos mejores. Además, el suelo presentaba grietas y daños importantes.

“¿Y llevan sin baño dos meses? Joder… quizás salgan afuera para abonar el jardín.” Pensó mientras sonreía.

Por lo tanto, por eliminación, solo le restaba la habitación de la pared de la derecha. Se encaminó hacia ella e intentó abrir la puerta. Cerrada. El colmo del absurdo. Cierran esta con llave y la de la entrada no. Si han puesto empeño en cerrar aquella puerta, tal vez ahí dentro hay algo de suma importancia. Mientras su rostro exhibía una mueca que quería ser de satisfacción, echó mano a las ganzúas y se agachó para abrir la puerta. Era de cerradura sencilla, algo grande, que permitía ver dentro de la habitación. Eligió la ganzúa que mejor le iba para aquel trabajo y miró por el ojo de la cerradura. Et voilà. Esa era la habitación. Podía ver la cama en la pared que daba a su izquierda y un armario a la derecha. En la pared de enfrente vio asimismo un mueble que presumiblemente se parecía a una caja fuerte.

Mientras atisbaba por la abertura, una sombra pasó justo enfrente de él en la habitación. Bob se estremeció y se cayó hacia atrás. Las ganzúas se le cayeron de la mano. Mierda, se había dado un buen susto. Había creído ver a alguien paseando de un lado a otro en la habitación. Miró al suelo para coger de nuevo las ganzúas y ponerse manos a la obra, amonestándose por haber sido tan estúpido. Tal vez había sido un juego de luces y sombras de la luz que entraba por la ventana. (¿Por qué ventana?). Introdujo el alambre y empezó a moverlo dentro de la cerradura. Finalmente, la puerta de abrió.

Ante él vio la habitación completa. La cama a la izquierda, el armario a la derecha y aquella especie de mueble que parecía una caja fuerte, enfrente de él. La ventana estaba encima de la cama, y unas cortinas opacas se desparramaban a los lados de la ventana, cayendo justo por ambos lados de la cabecera de la cama. Eso había visto, seguramente. Sacudió la cabeza y fue hacia su presunta caja fuerte.

Enfocó con la linterna hacia el mueble y vio que no era exactamente un mueble. Era una caja. Pero una caja de madera, como de transporte de mercancías. Frunció el ceño y se agachó para examinarla mejor. Estaba cerrada a cal y canto por la parte superior con clavos largos. Suspiró y echó mano esta vez de la palanca.

Uno a uno, no sin trabajo, fue sacando los clavos de su sitio y empezó a ver el interior de la caja. Tras retirar la tapa cuidadosamente, encontró una especie de paño que envolvía algo cuadrangular; por el tamaño parecía un libro. Retiró el libro y bajo él descubrió una caja con motivos en relieve. Por el brillo de la madera parecía una caja de ébano. Pero lo primero era lo primero. Quería ver qué clase de secreto ocultaba el paño.

Retiró la tela y entonces observó un libro cuya cubierta estaba cuarteada, como cuero viejo. Abrió el libro pero la visión de aquellos caracteres y dibujos era demasiado para su comprensión. Con un horror creciente, retiró el libro de sí mismo violentamente. Enfocó entonces la caja, notando como su mano temblaba ligeramente y le pareció, luego de un rato observando, que los relieves parecían cobrar vida. De hecho, se movían como si de una película se tratara. Y oyó sonidos que parecían provenir primero de aquellos seres que aparentemente pugnaban por salir de su forma de relieve y después en toda la habitación, como si estuvieran alrededor. Bob dejó caer la linterna al suelo y se llevó las manos a los oídos. 

Pero los seguía oyendo como si estuvieran dentro de su cabeza. Y fue entonces cuando la tapa de la caja interior se levantó y él retrocedió espantado. Tropezó con la pata de la cama y cayó al suelo; pero sus ojos no dejaban de observar la caja. Tras unos segundos, en los que las voces callaron y solo se oía una respiración como de cien almas en pena, una mano cubierta tan solo de piel ajada salió de la caja y se aferró al borde.

Bob no quiso seguir mirando más. Se acabó. Había perdido por completo el interés de lo que pudiese haber de valor en aquella casa. Rápidamente se puso en pie y salió al pasillo. Y entonces vio que el pasillo había crecido de longitud. Ya no tenía la puerta que daba al salón a unos pasos de él. Parecía extenderse cada vez más, alejarse de su alcance, como si no quisiera que nadie le cruzara. Pero el instinto de supervivencia de Bob era más fuerte que todo aquello. No se amilanó y corrió, con un grito casi pugnando por salir de su abotargada garganta. Y entonces el pasillo, a mitad de recorrido se tornó gomoso, y cada paso le parecía un mundo. Notaba, para su espanto, que las paredes se combaban como formando un arco deforme que solo un arquitecto lunático se atrevería a diseñar. Con el corazón en un puño, al borde del desmayo, intentó correr de cualquier manera, sin apartar ya la mirada de la puerta que se alejaba desafiante.

Pero la alcanzó; y la cruzó. Apareció en el salón, pero no quiso detenerse a mirar atrás. Corrió hacia la puerta de la entrada mientras notaba que una sombra inmensa crecía detrás de él. Y junto a esa sombra parecían seguirle notas disonantes de un piano… aunque tal vez fuera su imaginación. Atravesó como una centella la puerta de la entrada y llegó al jardín. Y miró hacia atrás, esta vez sí.

La casa estaba como  había entrado, orgullosa y restaurada. Miró con extrañeza a las puertas, intentando ver algo anómalo, mas no observó nada digno de mención. Suspiró entrecortadamente y retrocedió hacia su camioneta, aparcada justo en esa acera.

Pero algo pasó mientras caminaba hacia ella. La noche se hacía más oscura, y la calle, junto a su furgoneta, empezaban a perder definición, como si se derritieran y desparecieran hacia adentro. Y la furgoneta, mientras se desdoblaba y perdía su forma primigenia, se transformó en algo completamente distinto. El jardín, a su vez, parecía crecer a su lado y se elevaba hasta una altura tres veces la suya. Y entonces comprendió dónde estaba. Seguía en aquel pasillo, y la furgoneta se transformó en aquella puerta y el verde jardín era las palpitantes paredes. Y se dio cuenta de que las paredes se hacían cada vez más estrechas, combándose hacia dentro. Y volvió a correr de nuevo desesperado hacia la puerta, gritando tan fuerte que en algún momento perdió para siempre la capacidad de hablar. Solo cuando las paredes se estrechaban tanto que aprisionaron su cuerpo impidiéndole el avance y la respiración, fue cuando cayó en la cuenta de por qué no tenían alarma, ni cerraban con llave, y la casa permanecía abierta: La casa era su propio guardián.

Y Bob Germain, en cuestión de segundos, se transformó en una masa sanguinolenta pared contra pared. Aún se preguntaba si despertaría de aquella pesadilla cuando ocurrió.

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La pareja regresó a la casa después de su paseo nocturno. Encontraron la puerta de la entrada abierta, pero pareció no causarles sorpresa. Cuando cruzaron el salón y llegaron al pasillo, observaron aquella pulpa que había sido Bob Germain. Sin mediar palabra y, pasando por encima de el charco sanguinolento, entraron en el cuarto y sacaron la caja de ébano como si no pesara más que una de cerillas y la situaron justo encima de la sangre. Juntos miraron como el denso líquido rojo era absorbido por la caja. Un sonido monstruoso pareció retumbar por toda la casa y hasta la última astilla de madera pareció satisfecha por el sacrificio.

Volvieron a llevar aquella especie de féretro a su sitio y salieron al salón. Sonreían satisfechos. En poco tiempo, el retorno de la bruja Axanthi sería ya una realidad. Se prepararon para el ritual que les llevaría toda la noche para asegurar el portal de venida de Axanthi y preparar de nuevo la casa para el desafortunado que la cruzara, para mayor gloria de la Magna Malefica.

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Clarissa Hetheridge, la vecina encargada del comité de vecinos, paseaba con su impoluto vestido fresco de verano. Iba a hacer una vista a los nuevos vecinos que, aunque llevaban afincados casi dos meses, no había tenido tiempo de darles la bienvenida por los numeroso compromisos como presidenta del comité. Pero de aquel día no pasaba. Llevaba con ella un maravilloso pastel de arándanos que la amable Dorothy, madre de Bonnie, amiga de Clarissa desde el colegio, se había molestado en preparar como regalo.

Era una mujer solterona, de cuarenta y muchos años y le encantaba dar acto de presencia en nombre de aquella comunidad. Estaba segura de que aquel pastel y su cordial invitación a participar en las actividades de la vecindad darían una imagen positiva a aquellos dos simpáticos extranjeros. Sin embargo, al llegar a casa, llamó al timbre de la puerta, mas nadie contestó. Llamó entonces suavemente con los nudillos esperando respuesta y, tras recibir la misma silenciosa respuesta, asió el pomo de la puerta y lo giró suavemente. La cerradura cedió y la puerta se abrió. Intrigada a la vez que curiosa, penetró en la casa mientras saludaba a nadie en particular. Luego cerró la puerta tras de sí.

La casa se la tragó.

miércoles, 28 de noviembre de 2012

RESET


Luis abrió la carta que encontró en su buzón oxidado, tras haberse percatado de que le escribía nada menos que su padre, que llevaba muerto aproximadamente veinticinco años. Murió cuando él tenía siete primaveras y, desde entonces, su vida había sido un continuo viaje en picado.

Subió las escaleras con paso fatigado, con los pesares de cien noches de insomnio, mientras atisbaba brevemente el contenido de la carta. Había algo más, aparte de una hoja donde una letra apretada esperaba ser leída. Casi podría decirse que era increíble que su padre, desde la tumba, le hablara ahora, con la “estupenda” vida que llevaba.

Desde los diez años había estado en la calle, día si, día también; en el 2023 o eras un triunfador con todas las de la ley, o ya estabas destinado a ser un despojo. Ahora, con treinta y dos años, era el rey de los parias; un deshecho cuya única preocupación era el mercado de nuevas drogas, de órganos, esclavismo sexual y “amigos” que cada dos por tres asaltaban su maltrecha casa en busca de un espacio de diversión.

Él había probado todo lo que vendía, por supuesto, pero en su interior anhelaba la vida que, probablemente, de no haberse abandonado, sería más soportable. Al entrar en su vivienda, cerró la puerta y se apoyó en ella de espaldas mientras se escurría en el sucio linóleo hasta quedarse sentado. Sacó la hoja del sobre y empezó a leer la carta de su difunto padre.

“Hola Luis. Quizás te estés preguntando cómo es posible que una carta de tu padre, al que apenas recordarás, haya llegado a tus manos. Es algo que yo mismo decidí cuando me enteré que no había más salida de mi enfermedad que la muerte; ahora estoy escribiendo esto mientras oigo en mi mente el mecanismo de un reloj que se detendrá uno de estos días.
Pero, mientras me quede lucidez y energías, tengo que escribirte, y hacerlo de la forma que sé. No podré ejercer mis obligaciones como padre, no te veré crecer, ni veré como intentas abrirte camino en esta vida tan difícil y tan llena, a veces, de sinsentidos que te ahogarán en la más absoluta de las desesperaciones. No veré como posiblemente tengas a tu lado una mujer como la que yo tuve, ni veré a los posibles hijos que tengas con esa mujer que ames.
No voy a hablarte de eso: Voy a hablarte de la posibilidad que tienes de cambiar de vida si no estás de acuerdo con la que tienes, porque intuyo que no será difícil vivir después de que yo muera. Te quedarás solo, ya que tu madre, como bien sabes, murió al alumbrarte. Y, aunque tengo confianza en que te sobrepondrás a ello, no me cabe duda de que el mundo acabará por corromperte.”

Luis parpadeó sorprendido. Parecía increíble como su padre había acertado de pleno. Siguió leyendo.

“Por eso, porque posiblemente sucumbas al horror de una vida fácil y vacua, te hago un regalo que encontrarás también en este sobre. Me costó mucho encontrarlo, pero te sugiero que si no estás contento con lo que te ha tocado vivir, lo uses. Podría haberte dado la carta antes de que todo pasara, pero he preferido esperar a que fueras algo más adulto para que te llegase.
Calculé que alrededor de treinta años estaría bien; así pues, te regalo quizás lo que más ansías en estos momentos.”

Luis examinó el sobre y vio que había algo ovalado y pequeño dentro. Estaba envuelto cuidadosamente en una especie de celofán. Lo desenvolvió y lo miró. Era una píldora. Con gesto interrogante, leyó las últimas líneas de la carta.

“Se trata de una píldora llamada RESET, en el argot de la calle. Está prohibida desde hace mucho, pero mediante un enfermero que me trata, la he conseguido a un precio razonable. Te ayudará a comenzar de nuevo, no sé de qué manera, pero algo tiene que tener para haberla prohibido a nivel mundial. Así pues, hijo, en tus manos está en seguir con tu vida, si es fructífera y plena, o cambiarla para siempre y empezar de cero. Este es mi deseo para ti, hijo mío. Esté donde esté, no te olvides que te quiero. Hasta siempre.
Un beso, papá.”

Luis acabó la carta y volvió a observar de nuevo la pastilla. Tras un momento que se le antojó eterno, por fin decidió.

Y, tras decidir, cerró los ojos.

martes, 27 de noviembre de 2012

EN EL ARMARIO


Escuché un ruido y me escondí en el armario; era el único mueble que había por allí, así que fui corriendo adentro antes de que supieran que estaba aquí. A César y su pandilla no les caía demasiado bien; además, no era la primera vez que se metían conmigo, y ya estaba harto. No me iba a enfrentar a ellos, porque sería yo solo contra cuatro, pero quería ser invisible el mayor tiempo posible.

Debieron de verme entrando en esta casa, o simplemente era su cuartel general… no lo sé. Pero el caso es que ellos entraron  también cinco minutos después de mi. Y, sabiendo que estaría en peligro si me pillaban, mejor haría escondiéndome en el armario. Lo abrí sin pensar si habría algo o no, y me metí lo mas sigilosamente que pude. Era un mueble inmenso, de esos antiguos con tres puertas en el que cabe un adulto entero. Tenía un espejo en una puerta que estaba descascarillado y roto por algunos sitios; no había ninguna ropa ni nada de eso, y las estanterías del interior habían desaparecido. Allá fui mientras oía a los intrusos abajo riéndose y golpeando algo con las botas.

Aguanté la respiración y me forcé a relajarme, pues si me ponía nervioso, era posible que me escucharan por los jadeos. Así que me situé lo más atrás que pude. Una pequeña rendija de luz me permitía ver el exterior, que trataba de una porción de la puerta de entrada a aquella habitación y el pasillo, por donde llegaban las voces de los salvajes que siempre me pegaban en el colegio.


Al mirar hacia la izquierda, dentro del armario, atisbé algo. Casi me meé del susto, pues una forma como de hombre también estaba allá escondida. Pero… no parecía un hombre; era algo… algo como una persona pero parecía que se había quemado la piel y a la vez estaba recubierto como de una sustancia viscosa por todo el cuerpo. Su color era, por la poca luz que entraba en el armario, como grisáceo y azulado, con algunas motas verdes. Estaba con los brazos cruzados y agachado; sus dedos acababan en unas uñas melladas y sus ojos… sus ojos redondos de un color ambarino me miraban directamente a mi, como sorprendido de que estuviera allá. En menos de un segundo me percaté de que aquella cosa estaba viva y, al ir a gritar, se adelantó como un rayo y me tapó la boca. Olía como a limo y cosas muertas del mar… o de la tierra; acercó su cara a la mía y, aunque pareciera increíble, me chistó. Pude ver dos hileras de dientes afilados como un cuchillo mientras se llevaba un dedo a sus labios tumefactos.

- No temasssssss.- dijo con un siseo en voz baja.- No voy a hacerte daño.- Solo que sonó como dañooooooohhh.

La forma de hablar era chistosa, por cómo alargaba las silabas finales, pero en esos momentos no tenía muchas ganas de reír. Su mano en mi boca me estaban dando náuseas por el  olor de aquel ser en su conjunto y me encontré pensando en cómo no había detectado ese asqueroso  hedor justo al meterme en el armario. Aquella “persona” me retiró la mano de mi boca despacio, alerta por si daba el menor síntoma de gritar de nuevo. Pero no grité.
El nerviosismo y el terror dio paso en mí a una especie de tranquilidad como solo los niños ante cosas extremas parecen poseer.

- Y tú, ¿quién eres?- le pregunté como si estuviéramos en el patio del recreo en vez de un armario en una casa abandonada.- ¿Por qué estás escondido aquí?

Al principio no contestó; solo se limitó a pasar una lengua, que parecía de víbora, por los labios. Era como si se estuviera relamiendo ante lo que tenía a la vista. Después se abrazó las rodillas y me respondió con aquella peculiar entonación.

- Tengo muchos nombres en realidad.- Realidaaaaaaaaad dijo.- Pero aquí se me conocía por el nombre de El Coco.

Me quedé como si me hubiera dicho que se llamaba Alberto Castaños Ruiz. Ese nombre no significaba nada para mi. Luego recordé una película que había visto cuando era más pequeño que se llamaba Monstruos SA, y entonces establecí una relación.

- ¿Quieres decir que eres como el monstruo del armario?- pregunté muy bajito.

El asintió ansiosamente abriendo mucho los ojos y sonriendo mostrando aquellos dientes. Yo, a su vez (no sé ni por qué lo hice), también le devolví la sonrisa. Le extendí la mano, como me enseñaron que se saluda a alguien más mayor que tú con respeto.

- Yo soy Jesús Palomas. Encantado de conocerte.- dije.

Aquella cosa se mostró extrañada de aquel gesto; tal vez no había saludado a nadie en su vida… Aún así, imitó mis movimientos y me estrechó la mano. En aquel momento olvidé lo repulsivo que era y hasta me pareció buen tipo. Le sonreí mientras agitábamos las manos.

- ¿Qué… qué haces aquí escondidoooooooo?- susurró el Coco.

- Unos chicos… la tienen tomada conmigo.

- ¿Son esssssos que hacennnn ruido abajooooooh?- preguntó de nuevo el Coco.

- Sí; son mala gente, ¿sabes? No solo se meten conmigo; el otro día, a una compañera de clase la tiraron al suelo y le robaron lo que tenía en la mochila. Los libros no, claro. Pero su madre le había dado dinero para que después de salir se comprara la merienda y se lo quitaron. Y luego a otro, que se llama Pablo, le jodieron las gafas… perdón; quise decir le rompieron las gafas. El pobre chico fue a sus padres diciendo que se había caído en el recreo.

- ¿Y queeeeeee hay de tiiiiii?

- Bueno… yo no voy mucho con los chicos del colegio, porque soy nuevo aquí en el barrio. Y además, me cuesta mucho hacer amigos. Y claro, al ser el nuevo… pues me echaron el ojo y no me dejan en paz.

- Y, ¿pooooor queeeeeeee no te defiendessssssssss?- aquello parecía un interrogatorio en toda regla; mientras iba preguntando, El Coco no se movía de su sitio ni abandonaba su postura. Todo lo que recibió por respuesta fue mis hombros encogidos.- Nooooo está bieeeeeen que algunosssssss chicosssssssss vayan porrrrrrrr ahí haciendo dañoooooo a otrrrros que se comporrrrrrtan biennnnnn.

- Pues estos son así. Les gusta dar palizas a los raros del colegio o a los que van solos como yo…

Mientras hablábamos, abajo aún había movimiento y risas de los cuatro. Luego oí mi nombre. Lo decía César, el autoerigido líder del grupo, un chico gordo y grande cuyos ojos brillaban con odio día sí, día también. Le oí al pie de la escalera, pues la casa tenía dos plantas. Podía imaginarme a sus amigos allá abajo detrás de él, con sonrisitas maliciosas y mirándose con colegueo.

- Jesús Palominooooo.- odiaba que me cambiara el apellido.- ¿Dónde está el guapito de claseeeee? Sabemos que estás arriba… A no ser que te hayas tirado por una ventana y te hayas ido a casita a llorarle a la puta de tu mamá.

A punto estuve de salir y jugarme el tipo para darle un puñetazo en esa boca sucia que tenía, pero me contuve, porque tenía las de perder. Entonces, como había dicho eso de mi madre, empecé a llorar desconsolado. Al gemir un poco, la pandilla de César me oyó. Sabían que estaba allí, por supuesto.

- Vamos a subir, marica de mierda.- gritó César.- Prepárate a recibir por haber invadido NUESTRO territorio.

Yo estaba asustado, hasta me había olvidado de mi nuevo amigo en el armario. Y quise salir de allá corriendo, pero el brazo del Coco me detuvo y, mirando con ojos chispeantes y ansiosos por la ranura del armario hacia la puerta de la entrada, me dijo algo en un susurro que me heló la sangre.

- Noooooo te muevas. Deja que subannnnnnn.

Subieron al segundo piso y entraron al cuarto; lo primero que sus ojos vieron fue el armario; y, sonriendo, dieron por sentado que estaba allá. El primero que se acercó fue César, por supuesto, mientras canturreaba que me iba a abrir la cabeza o yo que sé. Y, cuando estaban los cuatro a dos escasos metros del armario, el Coco salió como una exhalación y se enfrentó a ellos con un grito escalofriante. A su vez, César y su grupito gritaron de puro terror, pero parecían clavados en el suelo, pues ninguno salió en estampida del cuarto. Y yo, tuve suerte de que no pude ver nada pues, tan pronto como el Coco salió del armario, las puertas se cerraron completamente, dejándome en la más absoluta oscuridad.

Fueron los dos minutos más horribles de mi vida, pues fuera oía una especie de ruido de succión y de masticación y un gorgoteo que parecía venir de alguno de los chicos, así como de gritos que se iban apagando y que se volvían gemidos para luego acallarse por completo. Tras aquel par de minutos, el Coco abrió la puerta del armario y me invitó a salir, pues quería descansar.

Yo salí con mucho miedo, pero allá en el cuarto no había ni rastro de César ni de sus tres compinches. El Coco se metió acurrucado en aquel mueble y me miró con ojos satisfechos.

- Ahora no crrrrrrreo que hagannnnnnnn dañooooooo a nadie masssssss.- concluyó.- Veteeeee; necessssssssito desssssssscansar.

Cerré el armario con él dentro y me fui andando mientras sentía mis piernas como flanes. Al salir de la casa, era consciente de que ninguno tendríamos que soportar más las palizas y humillaciones de César y su pandilla.

Mientras este pensamiento me rondaba la cabeza, una sonrisa se dibujo en mi cara, y emprendí el camino de regreso a casa silbando una melodía que escuché en la radio esta mañana.