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miércoles, 28 de noviembre de 2012

RESET


Luis abrió la carta que encontró en su buzón oxidado, tras haberse percatado de que le escribía nada menos que su padre, que llevaba muerto aproximadamente veinticinco años. Murió cuando él tenía siete primaveras y, desde entonces, su vida había sido un continuo viaje en picado.

Subió las escaleras con paso fatigado, con los pesares de cien noches de insomnio, mientras atisbaba brevemente el contenido de la carta. Había algo más, aparte de una hoja donde una letra apretada esperaba ser leída. Casi podría decirse que era increíble que su padre, desde la tumba, le hablara ahora, con la “estupenda” vida que llevaba.

Desde los diez años había estado en la calle, día si, día también; en el 2023 o eras un triunfador con todas las de la ley, o ya estabas destinado a ser un despojo. Ahora, con treinta y dos años, era el rey de los parias; un deshecho cuya única preocupación era el mercado de nuevas drogas, de órganos, esclavismo sexual y “amigos” que cada dos por tres asaltaban su maltrecha casa en busca de un espacio de diversión.

Él había probado todo lo que vendía, por supuesto, pero en su interior anhelaba la vida que, probablemente, de no haberse abandonado, sería más soportable. Al entrar en su vivienda, cerró la puerta y se apoyó en ella de espaldas mientras se escurría en el sucio linóleo hasta quedarse sentado. Sacó la hoja del sobre y empezó a leer la carta de su difunto padre.

“Hola Luis. Quizás te estés preguntando cómo es posible que una carta de tu padre, al que apenas recordarás, haya llegado a tus manos. Es algo que yo mismo decidí cuando me enteré que no había más salida de mi enfermedad que la muerte; ahora estoy escribiendo esto mientras oigo en mi mente el mecanismo de un reloj que se detendrá uno de estos días.
Pero, mientras me quede lucidez y energías, tengo que escribirte, y hacerlo de la forma que sé. No podré ejercer mis obligaciones como padre, no te veré crecer, ni veré como intentas abrirte camino en esta vida tan difícil y tan llena, a veces, de sinsentidos que te ahogarán en la más absoluta de las desesperaciones. No veré como posiblemente tengas a tu lado una mujer como la que yo tuve, ni veré a los posibles hijos que tengas con esa mujer que ames.
No voy a hablarte de eso: Voy a hablarte de la posibilidad que tienes de cambiar de vida si no estás de acuerdo con la que tienes, porque intuyo que no será difícil vivir después de que yo muera. Te quedarás solo, ya que tu madre, como bien sabes, murió al alumbrarte. Y, aunque tengo confianza en que te sobrepondrás a ello, no me cabe duda de que el mundo acabará por corromperte.”

Luis parpadeó sorprendido. Parecía increíble como su padre había acertado de pleno. Siguió leyendo.

“Por eso, porque posiblemente sucumbas al horror de una vida fácil y vacua, te hago un regalo que encontrarás también en este sobre. Me costó mucho encontrarlo, pero te sugiero que si no estás contento con lo que te ha tocado vivir, lo uses. Podría haberte dado la carta antes de que todo pasara, pero he preferido esperar a que fueras algo más adulto para que te llegase.
Calculé que alrededor de treinta años estaría bien; así pues, te regalo quizás lo que más ansías en estos momentos.”

Luis examinó el sobre y vio que había algo ovalado y pequeño dentro. Estaba envuelto cuidadosamente en una especie de celofán. Lo desenvolvió y lo miró. Era una píldora. Con gesto interrogante, leyó las últimas líneas de la carta.

“Se trata de una píldora llamada RESET, en el argot de la calle. Está prohibida desde hace mucho, pero mediante un enfermero que me trata, la he conseguido a un precio razonable. Te ayudará a comenzar de nuevo, no sé de qué manera, pero algo tiene que tener para haberla prohibido a nivel mundial. Así pues, hijo, en tus manos está en seguir con tu vida, si es fructífera y plena, o cambiarla para siempre y empezar de cero. Este es mi deseo para ti, hijo mío. Esté donde esté, no te olvides que te quiero. Hasta siempre.
Un beso, papá.”

Luis acabó la carta y volvió a observar de nuevo la pastilla. Tras un momento que se le antojó eterno, por fin decidió.

Y, tras decidir, cerró los ojos.

martes, 27 de noviembre de 2012

EN EL ARMARIO


Escuché un ruido y me escondí en el armario; era el único mueble que había por allí, así que fui corriendo adentro antes de que supieran que estaba aquí. A César y su pandilla no les caía demasiado bien; además, no era la primera vez que se metían conmigo, y ya estaba harto. No me iba a enfrentar a ellos, porque sería yo solo contra cuatro, pero quería ser invisible el mayor tiempo posible.

Debieron de verme entrando en esta casa, o simplemente era su cuartel general… no lo sé. Pero el caso es que ellos entraron  también cinco minutos después de mi. Y, sabiendo que estaría en peligro si me pillaban, mejor haría escondiéndome en el armario. Lo abrí sin pensar si habría algo o no, y me metí lo mas sigilosamente que pude. Era un mueble inmenso, de esos antiguos con tres puertas en el que cabe un adulto entero. Tenía un espejo en una puerta que estaba descascarillado y roto por algunos sitios; no había ninguna ropa ni nada de eso, y las estanterías del interior habían desaparecido. Allá fui mientras oía a los intrusos abajo riéndose y golpeando algo con las botas.

Aguanté la respiración y me forcé a relajarme, pues si me ponía nervioso, era posible que me escucharan por los jadeos. Así que me situé lo más atrás que pude. Una pequeña rendija de luz me permitía ver el exterior, que trataba de una porción de la puerta de entrada a aquella habitación y el pasillo, por donde llegaban las voces de los salvajes que siempre me pegaban en el colegio.


Al mirar hacia la izquierda, dentro del armario, atisbé algo. Casi me meé del susto, pues una forma como de hombre también estaba allá escondida. Pero… no parecía un hombre; era algo… algo como una persona pero parecía que se había quemado la piel y a la vez estaba recubierto como de una sustancia viscosa por todo el cuerpo. Su color era, por la poca luz que entraba en el armario, como grisáceo y azulado, con algunas motas verdes. Estaba con los brazos cruzados y agachado; sus dedos acababan en unas uñas melladas y sus ojos… sus ojos redondos de un color ambarino me miraban directamente a mi, como sorprendido de que estuviera allá. En menos de un segundo me percaté de que aquella cosa estaba viva y, al ir a gritar, se adelantó como un rayo y me tapó la boca. Olía como a limo y cosas muertas del mar… o de la tierra; acercó su cara a la mía y, aunque pareciera increíble, me chistó. Pude ver dos hileras de dientes afilados como un cuchillo mientras se llevaba un dedo a sus labios tumefactos.

- No temasssssss.- dijo con un siseo en voz baja.- No voy a hacerte daño.- Solo que sonó como dañooooooohhh.

La forma de hablar era chistosa, por cómo alargaba las silabas finales, pero en esos momentos no tenía muchas ganas de reír. Su mano en mi boca me estaban dando náuseas por el  olor de aquel ser en su conjunto y me encontré pensando en cómo no había detectado ese asqueroso  hedor justo al meterme en el armario. Aquella “persona” me retiró la mano de mi boca despacio, alerta por si daba el menor síntoma de gritar de nuevo. Pero no grité.
El nerviosismo y el terror dio paso en mí a una especie de tranquilidad como solo los niños ante cosas extremas parecen poseer.

- Y tú, ¿quién eres?- le pregunté como si estuviéramos en el patio del recreo en vez de un armario en una casa abandonada.- ¿Por qué estás escondido aquí?

Al principio no contestó; solo se limitó a pasar una lengua, que parecía de víbora, por los labios. Era como si se estuviera relamiendo ante lo que tenía a la vista. Después se abrazó las rodillas y me respondió con aquella peculiar entonación.

- Tengo muchos nombres en realidad.- Realidaaaaaaaaad dijo.- Pero aquí se me conocía por el nombre de El Coco.

Me quedé como si me hubiera dicho que se llamaba Alberto Castaños Ruiz. Ese nombre no significaba nada para mi. Luego recordé una película que había visto cuando era más pequeño que se llamaba Monstruos SA, y entonces establecí una relación.

- ¿Quieres decir que eres como el monstruo del armario?- pregunté muy bajito.

El asintió ansiosamente abriendo mucho los ojos y sonriendo mostrando aquellos dientes. Yo, a su vez (no sé ni por qué lo hice), también le devolví la sonrisa. Le extendí la mano, como me enseñaron que se saluda a alguien más mayor que tú con respeto.

- Yo soy Jesús Palomas. Encantado de conocerte.- dije.

Aquella cosa se mostró extrañada de aquel gesto; tal vez no había saludado a nadie en su vida… Aún así, imitó mis movimientos y me estrechó la mano. En aquel momento olvidé lo repulsivo que era y hasta me pareció buen tipo. Le sonreí mientras agitábamos las manos.

- ¿Qué… qué haces aquí escondidoooooooo?- susurró el Coco.

- Unos chicos… la tienen tomada conmigo.

- ¿Son esssssos que hacennnn ruido abajooooooh?- preguntó de nuevo el Coco.

- Sí; son mala gente, ¿sabes? No solo se meten conmigo; el otro día, a una compañera de clase la tiraron al suelo y le robaron lo que tenía en la mochila. Los libros no, claro. Pero su madre le había dado dinero para que después de salir se comprara la merienda y se lo quitaron. Y luego a otro, que se llama Pablo, le jodieron las gafas… perdón; quise decir le rompieron las gafas. El pobre chico fue a sus padres diciendo que se había caído en el recreo.

- ¿Y queeeeeee hay de tiiiiii?

- Bueno… yo no voy mucho con los chicos del colegio, porque soy nuevo aquí en el barrio. Y además, me cuesta mucho hacer amigos. Y claro, al ser el nuevo… pues me echaron el ojo y no me dejan en paz.

- Y, ¿pooooor queeeeeeee no te defiendessssssssss?- aquello parecía un interrogatorio en toda regla; mientras iba preguntando, El Coco no se movía de su sitio ni abandonaba su postura. Todo lo que recibió por respuesta fue mis hombros encogidos.- Nooooo está bieeeeeen que algunosssssss chicosssssssss vayan porrrrrrrr ahí haciendo dañoooooo a otrrrros que se comporrrrrrtan biennnnnn.

- Pues estos son así. Les gusta dar palizas a los raros del colegio o a los que van solos como yo…

Mientras hablábamos, abajo aún había movimiento y risas de los cuatro. Luego oí mi nombre. Lo decía César, el autoerigido líder del grupo, un chico gordo y grande cuyos ojos brillaban con odio día sí, día también. Le oí al pie de la escalera, pues la casa tenía dos plantas. Podía imaginarme a sus amigos allá abajo detrás de él, con sonrisitas maliciosas y mirándose con colegueo.

- Jesús Palominooooo.- odiaba que me cambiara el apellido.- ¿Dónde está el guapito de claseeeee? Sabemos que estás arriba… A no ser que te hayas tirado por una ventana y te hayas ido a casita a llorarle a la puta de tu mamá.

A punto estuve de salir y jugarme el tipo para darle un puñetazo en esa boca sucia que tenía, pero me contuve, porque tenía las de perder. Entonces, como había dicho eso de mi madre, empecé a llorar desconsolado. Al gemir un poco, la pandilla de César me oyó. Sabían que estaba allí, por supuesto.

- Vamos a subir, marica de mierda.- gritó César.- Prepárate a recibir por haber invadido NUESTRO territorio.

Yo estaba asustado, hasta me había olvidado de mi nuevo amigo en el armario. Y quise salir de allá corriendo, pero el brazo del Coco me detuvo y, mirando con ojos chispeantes y ansiosos por la ranura del armario hacia la puerta de la entrada, me dijo algo en un susurro que me heló la sangre.

- Noooooo te muevas. Deja que subannnnnnn.

Subieron al segundo piso y entraron al cuarto; lo primero que sus ojos vieron fue el armario; y, sonriendo, dieron por sentado que estaba allá. El primero que se acercó fue César, por supuesto, mientras canturreaba que me iba a abrir la cabeza o yo que sé. Y, cuando estaban los cuatro a dos escasos metros del armario, el Coco salió como una exhalación y se enfrentó a ellos con un grito escalofriante. A su vez, César y su grupito gritaron de puro terror, pero parecían clavados en el suelo, pues ninguno salió en estampida del cuarto. Y yo, tuve suerte de que no pude ver nada pues, tan pronto como el Coco salió del armario, las puertas se cerraron completamente, dejándome en la más absoluta oscuridad.

Fueron los dos minutos más horribles de mi vida, pues fuera oía una especie de ruido de succión y de masticación y un gorgoteo que parecía venir de alguno de los chicos, así como de gritos que se iban apagando y que se volvían gemidos para luego acallarse por completo. Tras aquel par de minutos, el Coco abrió la puerta del armario y me invitó a salir, pues quería descansar.

Yo salí con mucho miedo, pero allá en el cuarto no había ni rastro de César ni de sus tres compinches. El Coco se metió acurrucado en aquel mueble y me miró con ojos satisfechos.

- Ahora no crrrrrrreo que hagannnnnnnn dañooooooo a nadie masssssss.- concluyó.- Veteeeee; necessssssssito desssssssscansar.

Cerré el armario con él dentro y me fui andando mientras sentía mis piernas como flanes. Al salir de la casa, era consciente de que ninguno tendríamos que soportar más las palizas y humillaciones de César y su pandilla.

Mientras este pensamiento me rondaba la cabeza, una sonrisa se dibujo en mi cara, y emprendí el camino de regreso a casa silbando una melodía que escuché en la radio esta mañana.

sábado, 24 de noviembre de 2012

ESCENAS DESDE MI VENTANA


Son casi las cuatro de la tarde. Ha sido un día frío, con niebla, pero empezó a disiparse sobre las tres, casi después de comer; he subido directamente a mi cuarto, mientras ponía bajita la música, sabiendo que tras la comida y una media hora de televisión o así, subirán mis padres a echarse una siesta. Pero yo no tengo sueño. Prefiero dormir por la noche después de ver una película con ellos y estar sentado confortable en nuestro sillón acariciando a nuestro perro.

Estoy sentado al lado de la ventana, donde veo a la gente pasar; es un barrio muy tranquilo donde vivimos, cerca de unos bosques casi infinitos. Es un buen lugar para vivir, con aire, clima estupendo y agradables vecinos. La calle es un sinfín de baldosas grises , con una plaza central, que van a morir a la calzada. Se oye poco tráfico; hoy es un día muy tranquilo.

De repente, aparece en escena una mujer algo robusta, con un abrigo raído que antaño pudo haber sido de buena piel. Se cubre la cabeza con un pañuelo púrpura con adornos unos tonos más claros que el color de la tela. Su figura es algo encorvada y sus andares lentos. Tras ella un Kobold tira de un carrito de cuatro ruedas que está medio lleno de comida; entre las cosas que se ven desde mi ventana se observa una garrafa de metal, supuestamente llena de leche. Entonces me doy cuenta de quién es la anciana. Es la que cuida de los Kobolds en su casa y procura que no les falte de nada, sobre todo su preciada leche.

Ya casi ha cruzado la calle en dirección hacia su casa cuando aparece el Polifemo corriendo tras ella, haciendo temblar con su paso el embaldosado. Va llamando a la anciana, que se da la vuelta dejando ver su cara amable, acompañada de una sonrisa de afabilidad. El Polifemo se detiene ante ella y puedo oír, de una forma muy tenue, que la cajera del supermercado le ha dado mal los cambios y que salió corriendo detrás de ella. La anciana le dice que no se tenía que haber molestado, que por unas monedas de bronce no pasaba nada, pero el Polifemo se irguió en toda su estatura y le dijo que para él, todos los clientes merecían ser tratados con atención y consideración.

La abuela sonrió y le dio un cachete cariñoso en el costado, mientras el Kobold miraba estúpidamente hacia arriba toda la envergadura del Polifemo. Se despidieron y la anciana continuó su camino, mientras el Polifemo volvía al supermercado.

Unos treinta segundos después una carroza aparcó en el bordillo de la calle y de ella salieron dos hadas del bosque y una ondina; una de las hadas y la ondina llevaban una bolsa cada una y el hada restante iba con dos libros en el brazo; El título de uno de los libros era WICCA ELEMENTAL; se podía ver hasta mi ventana porque refulgía el color verdoso de las letras sobre el marrón de corteza de árbol de las tapas. Venían hablando de estudios en el instituto y de qué iban a hacer al acabar; luego la conversación varió hacia lo que había pasado hacía unas horas en clase.

Mientras iban intercambiando palabras sin parar, detrás de ellas caminaba un chico rubio que sacaba a pasear una Mantícora de precioso pelaje rojo con vetas anaranjadas. La Mantícora bramó emocionada a la vista de las tres señoritas y ellas se volvieron con un pequeño sobresalto y un gritito incluido. El chico rubio las saludó mientras la Mantícora saltaba de pura alegría. Era bastante obvio que se conocían, pues intercambiaron apretones de manos (las hadas no podían besar a un hombre o este dormiría durante cien años o más) y hablaron un rato mientras el chico dejaba libre a su mascota para que corriera en la plaza.

Tras tres minutos de conversación un Ogro vecino mío, que volvía a casa después de una mañana de trabajo, se disponía a abrir la puerta de su casa cuando, sin previo aviso, la Mantícora fue hacia él y le saltó encima. El Ogro trastabilló y se dio de morros contra su puerta. La conversación fue interrumpida por un grito del chico rubio y corrió hacia su mascota para atarla con la gruesa cadena. Las hadas se quedaron algo alejadas y la ondina fue a ayudar al Ogro.

No había sido nada grave, lo que ocurría es que la Mantícora era muy efusiva y creía que todo el mundo tenía ganas de jugar. Y entonces entró en escena la loca del final de la calle. No era muy apreciada por casi nadie del barrio; vino volando desde su madriguera, como buena Arpía, y se metió en medio de la conversación argumentando que esto lo veía venir, que no era posible que una Mantícora paseara por ahí sin un dueño con mano de hierro y que algún día iba a causar un disgusto. El Ogro intentó quitar hierro al asunto, diciendo que ha sido más el susto que otra cosa, pero que no pasaba nada más. La Arpía seguía metiendo baza diciendo que, por el bien del barrio, si no le denunciaba él, le denunciaría ella.

Por suerte, un agente que pasaba por allá montado en un Wyvern se detuvo, alarmado de tanta agitación. El Wyvern aterrizó entre mi ventana y el escenario, quitándome gran parte de la visión. Vi con gran dificultad que el agente se dirigía a la Arpía y al chico e intentaba calmar a la exaltada criatura. La ondina perdió un poco los papeles también diciendo que no tenían por qué tolerar ningún insulto más de esa chismosa y que no había intervenido para nada más que para empezar a hablar a la ligera de lo que le venía en gana.

Tras unos minutos de discusión, el agente aconsejó al chico que no dejara en la plaza a la Mantícora suelta; mi vecino el Ogro dijo que no había pasado nada y no iba a denunciar y la Arpía, que en un principio estaba ávida de sangre, se alejó volando y resoplando. El agente tomó nota de la incidencia, montó en el Wyvern y les deseó feliz tarde. Tras su despedida, salió volando. El Ogro entró en su casa y las hadas fueron hacia donde estaba el chico rubio y le dieron palmaditas en la espalda. Oí que se tal vez un batido de ambrosía con jugo de manzanas doradas le hará olvidar los nervios de estos últimos momentos. El chico accedió y se fue con ellas.

Por donde se iban las hadas y la ondina con el chico apareció una pandilla de jóvenes Ifrit, que volvían al trabajo., tras la pausa para la comida. Hablaban de futbol y de lo que iban a hacer ese fin de semana, si iban a quedar para ver el siguiente partido o tendrían algún tipo de plan.

Uno de ellos dijo que había quedado con una Dao, hija del gran Kan de los elementales de tierra, y que el pasaría de planes, porque era una cita importante. Los demás se burlaron amistosamente del enamorado, y le empezaron a importunar con comentarios, algunos de ellos un poco subidos de tono. Pero el ambiente en general era bastante jocoso.

A unos veinte metros de sus cabezas, un Pegaso hacía carreras acompañado de un Djinn casi igual de rápido que él. Establecían una distancia estirando las nubes como si fueran líneas de salida y de meta y luego se preparaban a que un Grifo echado sobre otra nube, esta más mullida, diera el grito de aviso. Abrí la ventana para verlos mejor. Una Medusa que va a mi clase y que pasaba por allá se acercó a mi con las gafas de espejo (para que al mirarla no me convierta en piedra y, también, porque ahora salió el sol) y, con aire festivo me dijo que si estaba viendo la carrera que iban a hacer el Pegaso y el Djinn.

Le dije que sí, y que si le hacía una apuesta. Ella me respondió afirmativamente y se jugó tres monedas de plata a que ganaría Pegaso. Yo aposté cuatro por el genio Djinn. Los dos allá en las alturas estaban muy nerviosos y, cuando el Grifo chilló, los dos salieron volando como centellas. Llegaron a la meta casi a la vez, pero ganó el Djinn, tan como yo aposté. Medusa pataleó en el suelo y sus uñas de reptil arañaron el suelo, pero me dio las tres monedas de oro que me había prometido. Dijo que jugar a apostar no se le daba nada bien; yo le contesté que al menos la carrera había valido la pena. Ella asintió fastidiada, pero dijo que si había de nuevo otra carrera recuperaría su dinero. Luego me sacó su lengua bífida y, sonriendo, se fue por donde había venido.

Tras aquella carrera vi a la Nagas venir hacia mi casa. Hora de visita. Miré el reloj y me asombré de que ya hubiera pasado una hora y media asomado a la ventana, sin hacer nada más que mirar. La Nagas me miró con sus ojos dorados de serpiente y sonrió mientras se acercaba a la puerta de manera reptante. Luego me saludó sonriente y le devolví el saludo. Había que ser educado con los amigos de la familia; Tras ella venía un Sátiro, con el que estaba saliendo ahora. Parecía un buen tipo, pero a veces mamá decía a papá que le gustaba mucho ir detrás de las ninfas. A mi me parecía de tontos, pues la Nagas era bastante hermosa de rostro.

Abandoné la ventana y fui hacia la puerta de mi cuarto. Pegué la oreja y les escuché saludarse mutuamente. Mis padres estrechaban la mano, como buenos anfitriones, e invitaban a que pasaran al salón. La Nagas contestó con voz susurrante mientras el Sátiro permanecía en silencio.

Mis papás me habían dicho que, cuando viene una visita, hay que acudir al salón y saludar, incluso quedarse quietecito y ser buen chico. Yo miré por mi ventana. Justo ahora pasaban siete enanitos con una hermosa joven que llevaba del brazo a su madrastra, una bruja bastante amable que era la frutera del barrio.

Mientras les observaba desfilar, suspiré; la visita de la Nagas me impedía seguir mirando el barrio por la ventana; abrí la puerta de mi cuarto y fui al salón a recibirles.

jueves, 22 de noviembre de 2012

OTRO MUNDO


Empecé a darme cuenta de que todo aquello era real cuando vi el coche salir disparado hacia aquel barranco. Aunque iba rápido y sin demora en aquella planicie, pude atisbar hasta cuatro ocupantes dentro, bien agarrados, como si se tratara de un largo viaje, a sus asideros. Yo estaba en la parte más alta de aquel sitio en forma de embudo, a unos veinte metros de la base, donde ellos se encontraban; salieron de la nada y se precipitaron a la nada, lo que en términos equivaldría a unos cien metros de caída libre. Tras la estela polvorienta que dejaron, una joven menuda de unos veintitantos años fue medio corriendo medio andando en pos del automóvil. Mi hermana y yo lo vimos desde aquella distancia, cansados como estábamos; no hacía ni cinco minutos que habíamos cruzado la puerta de acero que nos conducía a aquel lugar y que se había cerrado, tal vez para siempre.

La joven se acercaba al borde del precipicio y cayó de rodillas mientras se asomaba con la cabeza gacha, como derrotada. Sus ropas, de vivos colores antaño, se estaban volviendo grises con el polvo del suelo y por el que flotaba a su alrededor. Cargué de nuevo con la mochila de acampada y mi hermana se guardaba la cantimplora en la suya luego de beber un largo trago de agua.

- Tenemos que ayudarla.- sentenció sin más preámbulos y sin quitar la vista de ella.

- Pues ya sabes que significa eso.- dije yo.- Tenemos que bajar allí y ver cómo está.

Sin decir nada más, hizo pie en la ladera de aquel cono invertido donde nos habíamos metido, y comenzó su descenso. Yo la seguí sin protestar, a pesar de que ambos estábamos bien molidos. Nos llevó tal vez unos diez minutos el bajar por aquella empinada cuesta y, mientras lo hacía, no dejaba de sorprenderme el pensar cómo habíamos llegado allá.

Recuerdo vagamente el haber salido de una estación de metro con mi hermana; estábamos de viaje en una gran capital y nos dirigíamos al extrarradio de la ciudad. Sé que sonará muy a tópico, de hecho yo mismo los odio, pero nos quedamos fritos, tras haber andado una burrada todo el día, con nuestras mochilas de un metro pegadas a las espaldas. Una hermosa manera de hacer turismo; la recomiendo.  Puedes pegarte una semana así tranquilamente y no pisar ni un hotel ni medio, solo pateando la ciudad de arriba abajo... Pero me parece que estoy divagando.

Bueno; nos quedamos dormidos. Y cuando abrí los ojos fui el primero en darme cuenta: me fijé en que habían pasado veinte minutos desde nuestra siestecita y que, por lo que indicaba el luminoso con las paradas encima de las puertas, estábamos ya por la penúltima estación. Nos habíamos pasado por tres. Pero bueno, tampoco importaba mucho en nuestra situación.

Recuerdo que bajamos del metro y la estación estaba desierta, ni un alma. Excepto… excepto un hombre vestido casi a la antigua usanza, como un revisor de estaciones de principios de siglo. Mi hermana fue a preguntarle que por dónde se salía, pero no acertó a decir nada.
 Mientras le preguntaba, me adelanté y vi dos salidas. En la que me metí fui a dar con una puerta; fue entonces cuando el revisor giró la cabeza y nos dijo que era por la otra puerta. Tras ese aviso, volvió a ocupar su sitio y su rigidez habitual. Atravesamos esa puerta y…

- Ten cuidado al pisar aquí; no es muy seguro.- me dijo mi hermana mientras señalaba al suelo.

Sorteé aquella porción de tierra traicionera y seguimos bajando. Al llegar al punto donde la ladera se unía con aquel terreno plano, no pude sino maravillarme que, desde donde nosotros habíamos estado antes, unos cincuenta metros más arriba, aquella superficie se revelaba como algo más pequeño, pero visto desde abajo, tenía en tamaño de cinco estadios de futbol. La joven estaba allá todavía, no parecía haberse movido mucho desde que iniciamos el descenso a ver como se encontraba. Y no tardé en dar diez pasos, que volví a ver de nuevo lo que habíamos visto anteriormente repartido a lo largo de nuestro eterno camino.

En el borde del precipicio había mochilas, algunas vacías, otras llenas de ropas, víveres, e incluso algún que otro aparato. También había diseminado por el suelo todo tipo de artilugios electrónicos, desde una videocámara que no funcionaba, hasta una cámara de fotos sin estrenar, todavía en su caja. Todo estaba cubierto de polvo gris, el mismo polvo gris que convertía aquel anfiteatro monstruoso en forma de cono invertido en una suerte de cementerio de cosas. Me detuve y me agaché para examinar aquellas cosas. Claudia, que así se llamaba mi hermana, miró por encima del hombro y me vio registrando una mochila. Paró y se dio la vuelta, un tanto hosca.

- Pero, ¿qué haces?- preguntó mientras daba un par de pasos hacia mi.
- Joder, fíjate.- le dije mientras sacaba la cámara fotográfica de su caja.- La batería está a tope y funciona. De la de vídeo, parece que hace tiempo que ha muerto.

- Deja eso, que ya lo verás después, hombre. Tenemos que ver quién es esa chica y qué ha pasado.

- Mi nombre es Ester.- dijo una voz a su espalda. Claudia se volvió asustada, echando mano al cinturón, donde tenía una navaja. Su miedo se calmó cuando vio a la joven. Tenía la mirada perdida en el suelo.- No quise ir con ellos. Sabía que iban a tirarse pero, ¿para qué quedarse aquí?

- ¿Cómo habéis llegado hasta aquí?- preguntó mi hermana más tranquila pero sin dejar de acariciar la navaja.

- No lo recuerdo. Llevamos mucho tiempo yendo de un lado para otro. Encontramos ese coche después de un montón de días u horas… aquí el tiempo es distinto. Y entonces, cansados, dijeron que ya era bastante. No querían seguir con esto. Decidieron tirarse con el coche por el precipicio.

Yo estaba de rodillas, medio examinando aquellos objetos, medio prestando atención a la joven. Luego dirigí mi mirada hacia el precipicio. A unos veinte metros o treinta del borde, se alzaba de nuevo una pared mucho más alta de donde nosotros nos situábamos; a mi alrededor todo era pared cenicienta llena de guijarros grises y objetos abandonados como estos por doquier. Es como si nos encontráramos en medio de un vertedero, pero con todo listo para usarse, como nuevo. Me levanté y dejé la mochila en el suelo. Claudia se volvió un instante para ver que hacía y la recién conocida Ester seguía mis movimientos con una mirada cansada.

De la mochila saqué algo para darle de comer, una chocolatina que tenía por allá guardada. Después cogí la cantimplora y me adelanté a Claudia hacia nuestra nueva adquisición.

- ¿Tienes hambre? Aquí también tengo agua, por si hace mucho que no has bebido.- le entregué solícito.

Ella extendió la mano tímidamente, pero acabó por coger lo que le ofrecía. Satisfecho, retrocedí mientras Ester comía y cogí la cámara de fotos que había allá sin caja ni nada. Me la metí en la mochila y la cerré. Claudia, que vigilaba a ambos, no dijo nada de esa apropiación.

Esperó a que acabara tanto de comer como de beber y después alargó el brazo para cogerle la cantimplora y dármela a mi. Mi hermana parecía luchar contra sí misma para bombardear a esa chica a preguntas, y no sabía ni por cual empezar. Se lo notaba en la pose de su cuerpo, pese a estar de espaldas a mi.

- Dices que llevas mucho tiempo aquí. ¿De qué parte de este sitio vinisteis tu y tus… amigos?- preguntó.

Ester levantó la cabeza, ya un poco más espabilada. Era como si la chocolatina y el agua le hubieran dado diez años de juventud. Después de un instante, contestó.

- No dije que lleváramos mucho tiempo aquí. No estoy segura de cuanto tiempo hace. Eso dije. Lo único que recuerdo es que no hemos dejado de entrar en sitios como éste una y otra vez… una y otra vez…

- ¿Cómo entrar?- me atrevía preguntar.

- Hay puertas que te llevan a otros sitios… como puertas de tu casa. A veces incluso no son como las puertas de tu casa. Hay algunas que son como de acero, otras como escotillas, otras abatibles incluso… pero una vez que las abres y entras, ya no puedes volver a salir. No sé por qué. Éramos cinco, pero ellos cuatro decidieron rendirse a la desesperanza. Yo aún quiero vivir lo suficiente para salir de aquí… o al menos para vivir.

- Y, ¿no has visto a nadie más aparte de nosotros?- preguntó Claudia.

- Yo iba con dos chicas, amigas mías. Se metieron en ese coche con una pareja y se tiraron. Esa pareja estaba también perdida. Tampoco recordaban mucho. Dijeron solamente que estaban en un centro muy grande, que se metieron en un pasillo para ir a los baños y que, después de salir, se encontraron con esto.

- ¿Quieres decir que salieron aquí?- de nuevo Claudia.

- No; aparecieron en… no recuerdo donde; pero al cruzar más y más puertas, llegaron aquí. Aunque antes nos encontraron a nosotras.

- Pero, ¿qué demonios es esto?- dije por lo bajo. Y, luego, se me ocurrió algo.- Ester: ¿cruzaste por una puerta de allá arriba? ¿Lo recuerdas?

- No, lo siento. No sé decirte. Sé que en cada mundo- ¿mundo? ¿por qué elegir esa palabra? Pensé posteriormente.- hay varias entradas, pero parece que no son fijas. Deberíamos encontrar juntos una salida de este sitio. Aunque estoy cansada.

- Entonces deberíamos descansar todos.- sentenció Claudia.- Nosotros tampoco hemos parado desde hace horas. Nos echaremos un par de horas y después continuaremos los tres buscando una salida de este sitio.

Fue decirlo y hacerlo; Claudia me hizo una señal para que no perdiera de vista a Ester mientras dormía; se acercó a mi mientras la joven se preparaba. Me dijo rápidamente que la vigilara la primera hora; de la segunda, ya se encargaría ella. Nos recostamos en el suelo y, aunque Ester yacía de espaldas a mi, no tardó en dormirse, o eso parecía. Al rato, su respiración fue pausada y relajada. Definitivamente se había quedado dormida. Y yo, mientras las dos descansaban, intenté pensar qué ocurrió más allá después de haber cruzado la puerta que el revisor nos había dicho. Pero no lograba concentrarme en ello. Era como si mi mente hubiera sufrido un linternazo. Cuando hubo pasado una hora ( los relojes parecían funcionar perfectamente en aquella hondonada) desperté a Claudia y fui yo el que me dispuse a descansar.

A pesar de que el tiempo corría normalmente, no parecían trasladarse la luz ni las sombras por aquel sitio, a pesar de que veíamos un brillo como de luz solar más allá de los límites de aquel embudo. Tampoco yo tardé en quedarme dormido; quizás pasaron tres horas o así cuando una mano me sacudió. Pero no se trataba de Claudia. Era Ester. Estaba despertándonos a los dos.

- ¡Despertad!¡Mirad allá enfrente!- nos decía mientras me incorporaba. Mi hermana se estaba despertando también. Se había quedado dormida sentada mientras vigilaba. Pero no era momento de reproche alguno. Alrededor de doscientos metros, había una puerta incrustada en una de las paredes de guijarros y polvo.

Nos levantamos del suelo y recogimos los útiles que teníamos con nosotros. Sin decir palabra, nos dirigimos hacia la puerta, a la que llegamos en menos de tres minutos, con carga y todo. Allá nos detuvimos y observamos que era una simple puerta de entrada a un bloque de pisos.

- ¿Qué pasará si no se abre?- preguntó Claudia.

- Debería de abrirse. Todas lo hacen…- contestó Ester.

Entonces, tras una pausa de medio minuto, supongo que pensando los tres qué íbamos a hacer fue mi hermana, la valiente Claudia, la que se acercó a la puerta. Cogió el tirador de la puerta, y tiró hacia ella. Ester le observaba casi como con ansiedad, como si esperara una salida de este lugar. Frunció sus labios en una mueca esperanzadora y mi corazón fue a mil para saber que había tras aquel rectángulo de metal.

- Solo deseo volver a mi casa.- dijo Ester a nadie en particular.- Por favor, solo quiero regresar.

Casi más que un deseo era una plegaria. Claudia abrió del todo la puerta y no vimos nada. Metió la mano despacio y vimos que desaparecía en esa negrura hasta la muñeca. La sacó de repente, como si hubiera temido perderla. Pero allá estaba su mano. Se volvió hacia nosotros con mirada interrogativa. Yo miré a Ester y esta, sin apartar la mirada de aquella negrura, asintió. Íbamos a cruzar después de todo.

Dio el primer paso hacia ella y pasó sin miedo. La negrura se la tragó. Mi hermana miró horrorizada, pero vio mi gesto decidido. Le cogí de la mano, inspiramos una vez como quien va a hacer una inmersión, y cerramos los ojos.

Cruzamos la puerta sin mirar hacia atrás.

domingo, 18 de noviembre de 2012

HARTSEER


Inspirado en Hartseer, de Bart Claessen

Encerrada en su habitación, en un rincón donde las sombras lamían las paredes, se encontraba ella, sentada, con las manos en los oídos, escuchando los latidos de su corazón, rítmicos en su esencia más que el vaivén de sus pensamientos. Se tapó más fuerte los oídos, ejerciendo una presión casi de autolesión, y escuchó un pitido lejano, acompasado con su órgano vital. Cerró los ojos y se contrajo más en aquel rincón, deseando no existir, ni ser, fundirse en la nada. Era un no parar.

De repente, cuando el eco sordo de sus latidos y el pitido se hacía más intenso y su cabeza parecía estallar, un canto como de sirena que oyó dentro de ella, le hizo abrir de nuevo los ojos ante el nuevo panorama que se le presentaba. Ya no estaba en su rincón; ya no había sombras allá donde estaba sentada; ya no era algo conocido.

Atrás veíanse unas puertas que subían hasta arriba, más allá de donde alcanzaba la vista; eran unos portones de madera maciza, casi como roca, pero de alguna manera parecían más orgánicos que la madera, al igual que las paredes de aquella construcción donde se hallaba. Miró alrededor con pena, con dolor, al no saber dónde se encontraba, mirando hacia todas direcciones, intentando encontrar algo familiar, algo a lo que acercarse y quedarse allá.

Fue en ese momento cuando se dio cuenta de que estaba vestida, no ya con esos pantalones cortos y la camiseta de tirantes que él le había regalado, si no con un vestido violeta vaporoso, que parecía mecerse con la atmósfera, como si estuviera sumergida en agua y los pliegues del vestido obedecieran a corrientes subterráneas. Se miró de arriba abajo, pero incluso sus movimientos resultaban lentos en aquel espacio tan abierto, parecido a una catedral.

Sus pies descalzos sintieron poco a poco el suelo marmóreo, frío al primer contacto; y cuando echó a andar, parecía que miles de agujas se clavaban en las plantas, como un hormigueo al principio, con sufrimiento posteriormente. Pero ella prefirió seguir adelante, y alejarse de aquellas colosales puertas hacia donde suponía que estaba el centro de aquel enorme palacio. Era consciente de su propio movimiento como narcotizada, muy despacio, viendo como hasta las finas partículas de polvo flotaban a su alrededor, mientras los extensos ventanales, a veinte metros de altura al menos, proyectaban una luz que se concentraba en el pasillo central de aquella nave ciclópea.

Cada paso que daba le provocaba un dolor que le azotaba hasta muy dentro de ella, pero sabía que tenía que seguir. Y entonces fue cuando descubrió que podía elevarse poco más de un metro del suelo y, con solo su voluntad, dirigirse sin dolor hacia donde quería ir. Pero su avance era lento y, mientras iba flotando hacia el centro, observó con detenimiento donde estaba.

Las paredes eran de piedra, parecida a la arenisca, y en algunos tramos aparecían decoradas con tejido que parecía terciopelo, de la tonalidad del vino; pero aquellas paredes parecían rezumar vida, y no eran del todo lisas y talladas; al contrario, tenían oquedades distribuidas de forma desigual y de diferentes tamaños.

La parte lateral se separaba de la nave central por unas columnas que parecían ramas de árboles retorciéndose sobre sí mismas y cuyo resultado final era una grotesca parodia de un tronco de drago. Estas columnas también estaban decoradas con tapices púrpuras y filigranas doradas en los bordes sin ningún dibujo concreto. La luz y las sombras dibujaban en los tapices extrañas formas, como si el aire jugara con ellos.

En la nave central se encontraban las bancadas diseminadas de cualquier forma, pero dejando siempre el pasillo que conducía al altar transitable. Aquellos asientos poseían el polvo de los siglos y la desesperación de los rezos sin contestación. Allá se sentaba la desesperanza.

Trató, al observar aquellos tristes bancos, de ir más deprisa, pero no pudo. Miró entonces al suelo y vio que aquellas baldosas frías dibujaban mosaicos que le resultaban familiares. Eran episodios de su vida desde el primer aliento en el mundo hasta casi el momento presente, pero la realidad que se iba a encontrar más adelante sería mucho más cruda.

Durante lo que le pareció una eternidad, mientras el silencio de la nave era ocupado progresivamente por ese pitido de sus oídos y de vez en cuando aquel canto de desasosiego, siguió avanzando en levitación. Y llegó al cuerpo central de la catedral. Y vio que el altar estaba justo en el crucero, no en el ábside. Allá los asientos estaban ordenados, bordeando lo que se encontraba en el altar. Bajó al suelo y allá se encaminó hacia aquel objeto tan familiar y tan odiado por ella. Lo acarició con gesto apesadumbrado, con un dolor en el pecho tan increíble que no se podía describir; cerró los puños sobre la superficie que acababa de tocar y descargó un golpe sobre el ataúd.

Echó la cabeza hacia arriba y gritó; pero fue un grito amortiguado, como si se escuchara desde una habitación acolchada. Y, tras ese desgarrador aullido, mientras las lágrimas corrían por su rostro y le quemaban como fuego, el ataúd se abrió y cientos de miles de mariposas salieron de él en una espiral de color turquesa, mientras la luz que entraba por las ventanas daba paso a una oscuridad progresiva que daba brillo a las alas de aquellos infinitos insectos.

Y, cuando llegaron al punto más alto que podían llegar, se precipitaron hacia ella y la rodearon, elevándola de nuevo del suelo, mientras los portones se abrían lentamente hacia dentro dejando paso hacia un terreno incierto. Las mariposas la condujeron hacia el exterior de aquella catedral, lejos del daño que había sentido por su ser querido.

El corazón le seguía latiendo; los oídos ya no le pitaban; pero notaba las lágrimas caer sobre su mano, apoyada en la rodilla. Y entonces se percató de que volvía a estar de nuevo en el rincón, recogida en sí misma y llorando por la pérdida de su marido, cuatro días atrás. Seguía envuelta en las sombras como si estas fueran un sudario.

Una mariposa flotaba ante ella en la semioscura estancia, pero no la veía. Todavía no.

LA LLUVIA



- Parece que va a llover.- dijo su hijo.

El padre miró hacia el cielo y vio inmensos nubarrones que se acercaban por los cuatro puntos cardinales. No tardaron en ocultar el sol tras su plomizo velo. El padre hizo una mueca de disgusto y conformismo a la vez, mientras se mesaba la poblada barba blanca. Calculó que, como poco, le quedaban unas cuatro horas antes de que los cielos descargaran el líquido elemento.

- Padre, ¿qué haremos si no acabamos a tiempo?- preguntó su segundo vástago.

- Procuremos que eso no pase, hijos.- respondió sin dejar ni un instante de mirar al cielo.- Acabaremos a tiempo, sí. Id con vuestras mujeres y apresuraos a volver deprisa. No me gustaría estar aquí cuando comience la lluvia.

Dejaron de trabajar la madera obedientes y acudieron a sus casas a por las respectivas parejas. El padre bajó la vista y sus ojos enfocaron a la polvorienta tierra con un brillo de tristeza.


Hacía ya varios meses que trabajaba en una construcción de madera de proporciones gigantescas; nunca se había visto nada así en la faz de la tierra. Los vecinos le preguntaban curiosos que a qué se debía aquello, pero él solo contestaba con un encogimiento de hombros y una mueca de conformismo, como si dijera: “Es lo que toca hacer”. Pronto sus convecinos pasaron del asombro y la curiosidad a la burla, asintiendo con vehemencia que se había vuelto loco y que esa construcción enojaría a los dioses; aun así, siguió empecinado en acabar cuanto antes, pues en su fuero interno sabía que el tiempo llegaba a su fin.

Cuando estaba ya casi acabada, y solo faltaba una cubierta, hizo lo inesperado. Empezó a meter animales dentro de ella. Los vecinos estaban que no cabían en su asombro. ¿Qué esperaba, con aquel zoológico? ¿Acaso era esa la función de semejante cosa? Todos los paisanos del anciano padre miraban como, por parejas, animales de todas especies desconocidas eran introducidos a la construcción de madera que cada vez se asemejaba más a una barca de dimensiones gigantescas. No intervinieron para impedir aquello, pero no dejaban por ello de insultar a Noé, que así se llamaba el viejo padre, y decirle que era un estúpido.

En eso, sus pensamientos volvieron al cauce de la realidad, dejando de rememorar acontecimientos anteriores, y volvió de nuevo al trabajo. Quedaba muy poco; muy, muy poco para acabar la obra que tenía entre manos. Aquel arca debía de terminarse a lo sumo en un par de horas. No había que perder tiempo en nada más que en eso, pues el cielo había anegado a la tierra en una oscuridad casi semejante a la noche sin estrellas y sin el brillo de la luna.

Los hijos de Noé llegaron con sus mujeres, portando estrictamente lo necesario y Noé les exhortó que subieran a la barcaza las mujeres y que sus hijos atendieran las pequeñas reformas que restaban para que todo quedara terminado. Pasó una hora de trabajo en el que ultimaron los preparativos.
Mientras los hombres se afanaban en el acabado del arca, las mujeres se ocultaban en la cubierta bajo los velámenes e izaban su vista temerosas de que la lluvia comenzara de un momento a otro.

Al cabo de unos minutos, tras rematar la faena, la primera gota cayó en tierra, a los pies de Noé. Enseguida gritó a sus hijos que subieran a bordo y que recogieran la pasarela. Al acabar su orden, un estruendoso trueno se oyó en toda la llanura. Parecía que el cielo se rompía en mil pedazos. Y entonces la lluvia comenzó a caer; despacio primero, a cántaros después. A dos metros de donde se hallaba cualquiera, no se veía nada; Era como vivir debajo de una catarata. Los vecinos se encerraron en sus casas temerosos de que los dioses les hacían pagar por los pecados de megalomanía de Noé. Otros, los más valientes, si es que a eso se puede llamar valentía. Acudían corriendo hacia el arca para gritar y blasfemar contra el viejo padre y su prole, que estaban dentro y, en teoría, a salvo. Estos fueron los primeros en ahogarse.

Tras diez minutos de una intensa lluvia como no se ha visto jamás sobre el planeta, la tierra no podía verse en varias leguas a la redonda. Las casas se desmoronaban como si estuvieran hechas de mantequilla y la gente luchaba para salir a la superficie. Pero tarde o temprano sucumbían a la inmensa fuerza del agua que arrastraba todo lo que encontraba con implacable poder. Noé y su familia lo contemplaban todo desde la cubierta con creciente horror; sin embargo, este pensamiento dejó aflorar otro de alivio, al saberse salvados de tal tragedia. El cielo bramaba con el sonido de mil tambores y el agua que caía a raudales hacía desaparecer cualquier atisbo de existencia, ya fuera animal o vegetal.

Noé, junto a su familia, no pudo menos que alegrarse de que todo aquello estuviera ocurriendo en aquel momento y que, a pesar de las burlas de sus vecinos y paisanos, se había cumplido lo que los dioses habían mandado. Rió fuerte junto a su familia mientras miles se ahogaban y la vida daba paso a una desolación líquida hasta donde alcanzaba la vista. Rió por todos aquellos estúpidos que le habían desafiado; por aquellos que, aun viendo lo que se aproximaba, no mostraban ni un atisbo de comprensión por su obra. Rió porque los dioses le habían elegido a él, de entre todos los hombres, para salvarse.

Se rió de todos los pobres desgraciados que yacían en las profundidades de los nuevos mares que ahora se abrían ante ellos como un manto azul interminable. Rió hasta que le saltaron las lágrimas… y su familia reía con él en plena comunión con los pensamientos que Noé tenía.

 De repente, un rayo más brillante que el más brillante de los soles cayó desde el cielo e iluminó aquella vastedad. Noé, a pesar de ello, siguió riendo junto a su familia en la cubierta del arca. Un nuevo rayo refulgió entre las plomizas nubes y dio de lleno en aquella inmensa embarcación, reduciendo a ceniza casi instantáneamente a sus tripulantes, tanto a los hombres como a los animales; aquel rayo hizo estallar el arca en millones de astillas que se desperdigaron por doquier. Y entonces la vida dejó de existir para siempre en aquella tierra.

Mientras las cenizas de los últimos supervivientes reposaban en el fondo de los recién formados mares, la lluvia seguía cayendo en la superficie. Y no hubo más rayos. Y los truenos se apaciguaron en las alturas.

Tal vez los dioses consideraban, una vez borrada la existencia vanidosa de los hombres, volver a comenzar de nuevo.