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sábado, 24 de noviembre de 2012

ESCENAS DESDE MI VENTANA


Son casi las cuatro de la tarde. Ha sido un día frío, con niebla, pero empezó a disiparse sobre las tres, casi después de comer; he subido directamente a mi cuarto, mientras ponía bajita la música, sabiendo que tras la comida y una media hora de televisión o así, subirán mis padres a echarse una siesta. Pero yo no tengo sueño. Prefiero dormir por la noche después de ver una película con ellos y estar sentado confortable en nuestro sillón acariciando a nuestro perro.

Estoy sentado al lado de la ventana, donde veo a la gente pasar; es un barrio muy tranquilo donde vivimos, cerca de unos bosques casi infinitos. Es un buen lugar para vivir, con aire, clima estupendo y agradables vecinos. La calle es un sinfín de baldosas grises , con una plaza central, que van a morir a la calzada. Se oye poco tráfico; hoy es un día muy tranquilo.

De repente, aparece en escena una mujer algo robusta, con un abrigo raído que antaño pudo haber sido de buena piel. Se cubre la cabeza con un pañuelo púrpura con adornos unos tonos más claros que el color de la tela. Su figura es algo encorvada y sus andares lentos. Tras ella un Kobold tira de un carrito de cuatro ruedas que está medio lleno de comida; entre las cosas que se ven desde mi ventana se observa una garrafa de metal, supuestamente llena de leche. Entonces me doy cuenta de quién es la anciana. Es la que cuida de los Kobolds en su casa y procura que no les falte de nada, sobre todo su preciada leche.

Ya casi ha cruzado la calle en dirección hacia su casa cuando aparece el Polifemo corriendo tras ella, haciendo temblar con su paso el embaldosado. Va llamando a la anciana, que se da la vuelta dejando ver su cara amable, acompañada de una sonrisa de afabilidad. El Polifemo se detiene ante ella y puedo oír, de una forma muy tenue, que la cajera del supermercado le ha dado mal los cambios y que salió corriendo detrás de ella. La anciana le dice que no se tenía que haber molestado, que por unas monedas de bronce no pasaba nada, pero el Polifemo se irguió en toda su estatura y le dijo que para él, todos los clientes merecían ser tratados con atención y consideración.

La abuela sonrió y le dio un cachete cariñoso en el costado, mientras el Kobold miraba estúpidamente hacia arriba toda la envergadura del Polifemo. Se despidieron y la anciana continuó su camino, mientras el Polifemo volvía al supermercado.

Unos treinta segundos después una carroza aparcó en el bordillo de la calle y de ella salieron dos hadas del bosque y una ondina; una de las hadas y la ondina llevaban una bolsa cada una y el hada restante iba con dos libros en el brazo; El título de uno de los libros era WICCA ELEMENTAL; se podía ver hasta mi ventana porque refulgía el color verdoso de las letras sobre el marrón de corteza de árbol de las tapas. Venían hablando de estudios en el instituto y de qué iban a hacer al acabar; luego la conversación varió hacia lo que había pasado hacía unas horas en clase.

Mientras iban intercambiando palabras sin parar, detrás de ellas caminaba un chico rubio que sacaba a pasear una Mantícora de precioso pelaje rojo con vetas anaranjadas. La Mantícora bramó emocionada a la vista de las tres señoritas y ellas se volvieron con un pequeño sobresalto y un gritito incluido. El chico rubio las saludó mientras la Mantícora saltaba de pura alegría. Era bastante obvio que se conocían, pues intercambiaron apretones de manos (las hadas no podían besar a un hombre o este dormiría durante cien años o más) y hablaron un rato mientras el chico dejaba libre a su mascota para que corriera en la plaza.

Tras tres minutos de conversación un Ogro vecino mío, que volvía a casa después de una mañana de trabajo, se disponía a abrir la puerta de su casa cuando, sin previo aviso, la Mantícora fue hacia él y le saltó encima. El Ogro trastabilló y se dio de morros contra su puerta. La conversación fue interrumpida por un grito del chico rubio y corrió hacia su mascota para atarla con la gruesa cadena. Las hadas se quedaron algo alejadas y la ondina fue a ayudar al Ogro.

No había sido nada grave, lo que ocurría es que la Mantícora era muy efusiva y creía que todo el mundo tenía ganas de jugar. Y entonces entró en escena la loca del final de la calle. No era muy apreciada por casi nadie del barrio; vino volando desde su madriguera, como buena Arpía, y se metió en medio de la conversación argumentando que esto lo veía venir, que no era posible que una Mantícora paseara por ahí sin un dueño con mano de hierro y que algún día iba a causar un disgusto. El Ogro intentó quitar hierro al asunto, diciendo que ha sido más el susto que otra cosa, pero que no pasaba nada más. La Arpía seguía metiendo baza diciendo que, por el bien del barrio, si no le denunciaba él, le denunciaría ella.

Por suerte, un agente que pasaba por allá montado en un Wyvern se detuvo, alarmado de tanta agitación. El Wyvern aterrizó entre mi ventana y el escenario, quitándome gran parte de la visión. Vi con gran dificultad que el agente se dirigía a la Arpía y al chico e intentaba calmar a la exaltada criatura. La ondina perdió un poco los papeles también diciendo que no tenían por qué tolerar ningún insulto más de esa chismosa y que no había intervenido para nada más que para empezar a hablar a la ligera de lo que le venía en gana.

Tras unos minutos de discusión, el agente aconsejó al chico que no dejara en la plaza a la Mantícora suelta; mi vecino el Ogro dijo que no había pasado nada y no iba a denunciar y la Arpía, que en un principio estaba ávida de sangre, se alejó volando y resoplando. El agente tomó nota de la incidencia, montó en el Wyvern y les deseó feliz tarde. Tras su despedida, salió volando. El Ogro entró en su casa y las hadas fueron hacia donde estaba el chico rubio y le dieron palmaditas en la espalda. Oí que se tal vez un batido de ambrosía con jugo de manzanas doradas le hará olvidar los nervios de estos últimos momentos. El chico accedió y se fue con ellas.

Por donde se iban las hadas y la ondina con el chico apareció una pandilla de jóvenes Ifrit, que volvían al trabajo., tras la pausa para la comida. Hablaban de futbol y de lo que iban a hacer ese fin de semana, si iban a quedar para ver el siguiente partido o tendrían algún tipo de plan.

Uno de ellos dijo que había quedado con una Dao, hija del gran Kan de los elementales de tierra, y que el pasaría de planes, porque era una cita importante. Los demás se burlaron amistosamente del enamorado, y le empezaron a importunar con comentarios, algunos de ellos un poco subidos de tono. Pero el ambiente en general era bastante jocoso.

A unos veinte metros de sus cabezas, un Pegaso hacía carreras acompañado de un Djinn casi igual de rápido que él. Establecían una distancia estirando las nubes como si fueran líneas de salida y de meta y luego se preparaban a que un Grifo echado sobre otra nube, esta más mullida, diera el grito de aviso. Abrí la ventana para verlos mejor. Una Medusa que va a mi clase y que pasaba por allá se acercó a mi con las gafas de espejo (para que al mirarla no me convierta en piedra y, también, porque ahora salió el sol) y, con aire festivo me dijo que si estaba viendo la carrera que iban a hacer el Pegaso y el Djinn.

Le dije que sí, y que si le hacía una apuesta. Ella me respondió afirmativamente y se jugó tres monedas de plata a que ganaría Pegaso. Yo aposté cuatro por el genio Djinn. Los dos allá en las alturas estaban muy nerviosos y, cuando el Grifo chilló, los dos salieron volando como centellas. Llegaron a la meta casi a la vez, pero ganó el Djinn, tan como yo aposté. Medusa pataleó en el suelo y sus uñas de reptil arañaron el suelo, pero me dio las tres monedas de oro que me había prometido. Dijo que jugar a apostar no se le daba nada bien; yo le contesté que al menos la carrera había valido la pena. Ella asintió fastidiada, pero dijo que si había de nuevo otra carrera recuperaría su dinero. Luego me sacó su lengua bífida y, sonriendo, se fue por donde había venido.

Tras aquella carrera vi a la Nagas venir hacia mi casa. Hora de visita. Miré el reloj y me asombré de que ya hubiera pasado una hora y media asomado a la ventana, sin hacer nada más que mirar. La Nagas me miró con sus ojos dorados de serpiente y sonrió mientras se acercaba a la puerta de manera reptante. Luego me saludó sonriente y le devolví el saludo. Había que ser educado con los amigos de la familia; Tras ella venía un Sátiro, con el que estaba saliendo ahora. Parecía un buen tipo, pero a veces mamá decía a papá que le gustaba mucho ir detrás de las ninfas. A mi me parecía de tontos, pues la Nagas era bastante hermosa de rostro.

Abandoné la ventana y fui hacia la puerta de mi cuarto. Pegué la oreja y les escuché saludarse mutuamente. Mis padres estrechaban la mano, como buenos anfitriones, e invitaban a que pasaran al salón. La Nagas contestó con voz susurrante mientras el Sátiro permanecía en silencio.

Mis papás me habían dicho que, cuando viene una visita, hay que acudir al salón y saludar, incluso quedarse quietecito y ser buen chico. Yo miré por mi ventana. Justo ahora pasaban siete enanitos con una hermosa joven que llevaba del brazo a su madrastra, una bruja bastante amable que era la frutera del barrio.

Mientras les observaba desfilar, suspiré; la visita de la Nagas me impedía seguir mirando el barrio por la ventana; abrí la puerta de mi cuarto y fui al salón a recibirles.

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