El sol hace una hora que ha pasado de su punto más álgido en el cielo
mientras sus rayos rozan suavemente el pavimento de una solitaria carretera por
la que el tráfico es prácticamente inexistente. Un murmullo crece en la
lejanía, acercándose cada vez más. El murmullo se transforma en el sonido
amortiguado de un motor y, tras unos instantes más, un coche rojo brillante
pasa rugiendo como si de un furioso felino se tratara.
María, la conductora, lleva horas tras el volante. Mientras conduce,
observa que algo más adelante cúmulos de nubes empiezan a formarse amenazando
tormenta. De reojo, echa un vistazo al reloj del salpicadero: la una y cuarto.
Todavía hace calor, pero la brisa que le acaricia el rostro no es tan cálida
como al punto de la mañana. Toma nota mental de poner la capota en cuanto vea
un apeadero. Por fin, diez kilómetros más allá, ve aparecer un pequeño descanso
y gira reduciendo para aparcar y hacer lo que había pensado.