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martes, 12 de marzo de 2013

EN EL BOSQUE DE LOS VIENTOS


Su fama de aventurero no tenía parangón. Se había adentrado en las selvas más insondables, había recorrido los ríos más peligrosos y no había tenido problema alguno en hacer frente a las cumbres más escarpadas. Nadie sabía si aquellas gestas las hacía por la búsqueda de nuevos retos progresivamente más difíciles, por superación personal o vanidad ante el resto de los mortales.

Cualquiera de las tres opciones le habían conducido, finalmente, ante el Bosque de los vientos, en una zona rural que, francamente, no poseía ningún atractivo. El Bosque de los vientos era una zona plagada de árboles, suelo poblado de fresca hierba y algún claro de tierra aislado entre tanto verdor. Pero poseía una peculiaridad: nadie se había adentrado jamás en el Bosque de los vientos. Cuantiosas leyendas de los habitantes de pueblos colindantes contaban que, los que habían osado adentrarse en su interior, jamás salían. Se recordaba especialmente un caso, hacía ya mucho tiempo, en la que se organizó una batida para encontrar a un muchacho extraviado de una villa cercana y los componentes de aquel desafortunado grupo desapareció como un jirón de niebla.

Pero para Álvaro, pues así se llamaba el aventurero, no existía la palabra miedo en su diccionario personal. Aquellas historias las consideraba falaces y, a esas alturas del siglo veintiuno, supercherías sin ningún tipo de fundamento. Había anunciado ya su intención de adentrarse en aquel bosque; el día de la hazaña, una multitud de curiosos y de admiradores, por no hablar de medios de comunicación, perturbaron por un momento la paz de aquellos pueblos que sitiaban el Bosque de los vientos. Álvaro aseguró que volvería, por supuesto que sí, y que tenía previsto cruzar el bosque pasando, al menos, dos noches en él. Sabía que el bosque tenía un diámetro de aproximadamente treinta kilómetros, lo cual podría hacerlo en un día a buena marcha; sin embargo, prefirió quedarse más tiempo y sepultar aquella leyenda antediluviana en el olvido.


Empezó su recorrido a la salida del pueblo más cercano al Bosque de los vientos y la gente le despidió con una salva de aplausos y vítores; no podría sentirse más henchido de orgullo. Caminó a buen paso y en menos de media hora llegó al comienzo de su nueva aventura. Su adversario, el bosque, le esperaba a escasos metros. Podía ver como los árboles se alzaban majestuosos estirando su ramaje hacia el cielo y la brisa lo mecía suavemente en un vaivén lento e hipnótico. La hierba crecía en briznas dispersas hasta donde alcanzaba la vista y, más allá, se fundía en un mar esmeralda que el brillo del sol transformaba en un abanico de tonalidades verdosas con algunas manchas de diversos colores, producto de las flores diseminadas por doquier.

Álvaro inspiró profundamente y, con una sonrisa de oreja a oreja, se adentró con paso vivo en el bosque. Anduvo hasta el mediodía y se detuvo en un pequeño claro donde reposaba una roca de considerable tamaño. Allí se sentó y despachó un frugal almuerzo. Al acabar, se apoyó cómodamente y sacó su cuaderno de notas e hizo una breve anotación de las incidencias surgidas en su recorrido. Volvió a levantarse y continuó su camino, esta vez sin prisa.

Cuando hubo recorrido un buen trecho, se fijo en algo que le llamó la atención, pues parecía que no estaba solo en el bosque. A unos cien metros de donde se encontraba vislumbró una forma curva de color rojo. Se acercó curioso a ver de qué se trataba y su rostro mudó de intriga a sorpresa: se trataba de una tienda de campaña semiesférica de capacidad para dos personas. La tienda parecía que hacía mucho que se había montado, pues presentaba algunas zonas hundidas y rasgaduras en la tela. Se asomó al interior de la tienda, mas no había nadie. Sí que había una mochila de acampada que estaba intacta y llena de ropa. A unos tres metros de la tienda, se encontró con un camping gas tumbado y medio oxidado y otra mochila junto a un árbol cubierta en parte de maleza.

Este descubrimiento le dejó confundido, pues a juzgar por los petates y la tienda, parecía abandonada hacía, por lo menos, unos meses. Sin embargo lo verdaderamente extraño era que las mochilas eran prácticamente nuevas: contenían ropa de abrigo, provisiones en Tupper que se habían echado a perder e incluso estaban tanto sus carteras como móviles.

Álvaro se percató de que no había nadie en los alrededores llamándolos a gritos. Tras cinco minutos de infructuoso diálogo con el bosque, decidió peinar la zona circundante al campamento abandonado, para ver si encontraba algún tipo de indicio que le indicara la suerte de aquella pareja. Pero todo fue en vano. Regresó de nuevo donde estaba la tienda y sacó su cámara fotográfica. Tomó al menos una veintena de fotos del hallazgo para, cuando saliera de allí, informar de lo que había encontrado. Continuó su marcha algo intranquilo, sin poder dejar de mirar hacia atrás hasta que perdió de vista aquella tienda roja.

Hacia las siete de la tarde, ya había andado quince kilómetros. Pensó que sería un recorrido fácil y sin apenas ningún tipo de accidente, pero lo cierto es que se había encontrado con zonas con una espesura tan frondosa, que tuvo que dar rodeos bastante considerables; en un tramo determinado, se había topado con un muro natural de piedra que tuvo nuevamente que bordear, al ser las paredes lisas y musgosas. En un pequeño arroyuelo pisó distraídamente un barrizal y se hundió hasta el tobillo. Tuvo que limpiar su zapatilla y lavar el calcetín. Para cuando se puso de nuevo en marcha, ya eran las seis y el sol empezaba a declinar.

Así pues, tras una hora más de marcha se detuvo de nuevo y montó su propia tienda en una zona sin prácticamente hierba. Mientras calentaba su cena, consistente en una sopa preparada y tres salchichas ahumadas, se percató de algo en apariencia siniestro. Todo el día había estado acompañado por el canto de los pájaros y incluso el zumbido persistente de los insectos. Pero ahora que la noche se adueñaba de los cielos, el sonido animal de aquel lugar se reducía a algún gorjeo aislado y ni un solo chirrido de los grillos. Por contra, se había levantado una suave brisa que se colaba entre los troncos y las ramas de los árboles y susurraba con voces distintas hasta formar un coro que le erizó el vello de la nuca.
Tras comer rápidamente y escribir unos apuntes más en el cuaderno, se metió a su tienda y procuró dormir hasta la mañana siguiente; quería despertarse junto al sol.

Se levantó con una sensación de malestar. Todo el cuerpo le dolía, especialmente la cabeza, el estómago y las articulaciones. Miró el reloj de su muñeca y vio, con sorpresa, que eran más de las doce del mediodía. Abrió mucho los ojos al ver aquella hora y se pasó la mano por su frente. Recordaba vagamente haberse despertado por un espacio de dos o tres minutos alrededor de cuatro veces por la noche. La brisa se había convertido en un murmullo ensordecedor, y se colaba por una pequeña rendija de la entrada de la tienda. A lo largo de sus cortos despertares notó que la brisa se tornaba viento y el viento vendaval. Sin embargo, ahora el día era claro y no se notaba ni la más mínima corriente de aire.

Al frotarse la frente notó que tenia la palma rugosa… ¿o tal vez se trataba de su propia cabeza? Se incorporó alarmado y se miró las manos. No les ocurría nada extraño… salvo que parecían estar más secas de lo normal. Remangó su camisa de franela y vio que a los brazos les pasaba lo mismo; la misma sequedad. Esto no era lo único que parecía afectarle, pues la cabeza le estallaba y el estómago le hacía sentirse descompuesto. Logró ponerse de pie, no sin molestias en las rodillas y, por añadidura, en los tobillos y se dispuso a hacerse un café, aunque a esas horas tendría que estar comiendo algo. Mientras preparaba el bebedizo, notó la boca muy pastosa y, al volver a pensar en la comida de nuevo le hacía tener unas náuseas atroces.

Finalmente, posiblemente entre la mezcla del aroma del café y los pensamientos de comida, se giró a un lado y vomitó lo que cenó la noche anterior. Pero, entre trozos de salchicha a medio digerir y la sopa, había una especie de fluido ora verdoso, ora ambarino, que era más denso que líquido. Observó aquello con la boca abierta y babeando aquella sustancia y entonces fue cuando sus ojos empezaron a rezumar ese mismo líquido amarillento como si de lágrimas se tratase.

Álvaro se puso en pie ignorando por completo el dolor de sus articulaciones y temblando de arriba abajo. No podía articular ni palabra, pero en su pensamiento no podía ni elucubrar que era lo que le estaba pasando. Intentó cargar con su mochila pero le dolía tanto el gesto de ponérsela que tuvo que desistir. Los dolores cada vez le agarrotaban más los brazos y las piernas, en especial los dedos, los cuales oía crujir cada vez que los flexionaba. Empezó a asustarse como nunca antes se había asustado.

Entonces se acordó de su teléfono móvil; cruzó por su cabeza como un pensamiento fugaz y se aprestó a cogerlo. Abrir la mochila le costó media eternidad y asir el móvil con una mano la otra mitad. Su ánimo decayó cuando vislumbró que no había cobertura allí dentro. Su visión cada vez se volvía más borrosa, pero no como si la estuviera perdiendo. Más bien era como si le estuvieran poniendo sobre los ojos capas de pergamino finísimo. Hasta el simple acto de parpadear le parecía un sufrimiento. Y entonces supo que su salvación estaba en salir de ese sitio.
Dio dos pasos que le parecieron los más difíciles de su vida. Mientras intentaba andar, la piel, que ya no era piel, se hizo más rugosa y comenzó a endurecerse. La boca dejaba escapar hilillos de saliva junto con esa especie de savia.

Y notaba que, de alguna manera, empezaba a ensancharse, como si se inflara de dentro hacia afuera. Ocurrió tras alejarse unos diez metros más de su tienda. De repente, levantó la cabeza hacia el cielo y los ojos, que ya no veían apenas nada, se velaron tras capas y capas de celulosa. De su boca abierta salió un geiser de líquido verdoso amarillento a la vez que sus brazos se movían por voluntad propia hacia arriba, empapándose de aquella sustancia. Ya no respiraba por la nariz, pues no tenía nariz, y la ropa que llevaba consigo puesta se desgarró violentamente para dejar a la vista un cuerpo áspero y duro. Los dedos de los pies escarbaron en la tierra hasta asentarlo mientras las piernas fusionaban en un solo cuerpo cilíndrico. De los brazos de piel rugosa empezaron a brotar capullos verdes que, animados supuestamente por aquel líquido, se rompieron para dar paso al nacimiento de hojas en sus dedos.

Álvaro, que ya no era Álvaro, si no otro ser vivo, comprendió entonces, a modo de último pensamiento, la suerte que corrieron los ocupantes de la tienda que vislumbró ayer. Tras aquella fugaz cavilación, desapareció para siempre su mente y dejó que sus dedos, transformados en ramas del árbol que ahora era, se mecieran al son de la brisa.

El Bosque de los vientos tenía un nuevo habitante.

8 comentarios:

  1. ¡Dime dónde está ese bosque que quiero vomitar savia! Jajaja, increíble, ya te lo dije. Me ha sorprendido, porque no me esperaba que fuese esto lo que pasaba, me has tenido intrigada y me parece un final muy bonito, aunque a lo mejor no para el pobre Álvaro :P

    Este va a la colección de mis prefes.
    ¡Un abrazo!

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    1. Ains, que aduladora... :) Lástima que se quedara en la estacada en el certamen, porque la verdad es que yo también acabé contento con el resultado, máxime si me salió enterito de una tacada y escribiendo febrilmente. Hacía ya tiempo que no te pasabas por aquí, así que espero más visitas que, como siempre, hacen que este blog pueda sobrevivir. ¡Un abrazo!

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  2. ¡Hola Pedro!

    Me gusta tu final pero... Quiero saber más de la leyenda del bosque de los vientos. ¿Cómo empezó? ¿Por qué la gente que pasa por él acaba formando parte del bosque? ¿Es una maldición? ¿Demasiadas preguntas? jajaja.

    Lo que quiero hacer es lanzarte el reto de escribir la leyenda de tu bosque, la que se contaría generación tras generación. Todas las leyendas tienen un por qué y una moraleja, y yo estoy deseando conocerla.

    Un saludo, nos leemos.

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    1. ¡Hola Patricia!

      Últimamente estoy hasta arriba de trabajo en cuanto a escritos se refiere pero, ¿sabes qué? Me parece que voy a aceptar tu reto. Me lo apunté en el cuaderno de notas y le daré vueltas a la cabeza, a ver qué sale. También tengo pendientes el "ampliar" otros de los textos que tengo por aquí, como el de Otros Mundos, por ejemplo, que queda demasiado en el aire... Ya te haré saber :D

      Muchas gracias por la visita y desde luego que nos leemos.

      ¡Un abrazo!

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  3. Atrapante desde el principio, lo fui imaginando todo. Muy buena historia!

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    1. ¡Buenas, Orlando! Gracias por pasarte por el blog y dejar comentario. Me alegra inconmensurablemente que te haya gustado, aunque pensaba que al principio tal vez la historia se hace un poco tediosa. Pero aún así, comentarios como este son los que animan a seguir escribiendo pero, sobre todo, a mejorar.

      ¡Un saludo y nos leemos!

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  4. Cansada de la monotonía de la tele en casa, pensar en pasarme por aquí,y empaparme con tus historias como siempre sin palabras,desde el primer momento que Álvaro se despierta y siente todos esos malestares pienso que se convertirá en un árbol!.
    No tengo que ir al cine,leo y encima soy la protagonista!!.. Felicidades!!
    Un Saludo

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    1. ¡Hola de nuevo, Elisa!

      Me gusta mucho la manera que tienes de sumergirte en la historia y eso hace que me sienta aún mas orgulloso por escribirlas. Este relato lo escribí para un certamen de cuentos cuyo tema era los bosques. Aunque desgraciadamente no fue incluido ( los que si que fueron seleccionados eran realmente muy, muy buenos), pensé en publicarlo aquí y darle el trato que merece, junto a los demás que he escrito.

      Un saludo muy grande y gracias de nuevo por dejarte caer por aquí.

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