ETIQUETAS

domingo, 18 de noviembre de 2012

HARTSEER


Inspirado en Hartseer, de Bart Claessen

Encerrada en su habitación, en un rincón donde las sombras lamían las paredes, se encontraba ella, sentada, con las manos en los oídos, escuchando los latidos de su corazón, rítmicos en su esencia más que el vaivén de sus pensamientos. Se tapó más fuerte los oídos, ejerciendo una presión casi de autolesión, y escuchó un pitido lejano, acompasado con su órgano vital. Cerró los ojos y se contrajo más en aquel rincón, deseando no existir, ni ser, fundirse en la nada. Era un no parar.

De repente, cuando el eco sordo de sus latidos y el pitido se hacía más intenso y su cabeza parecía estallar, un canto como de sirena que oyó dentro de ella, le hizo abrir de nuevo los ojos ante el nuevo panorama que se le presentaba. Ya no estaba en su rincón; ya no había sombras allá donde estaba sentada; ya no era algo conocido.

Atrás veíanse unas puertas que subían hasta arriba, más allá de donde alcanzaba la vista; eran unos portones de madera maciza, casi como roca, pero de alguna manera parecían más orgánicos que la madera, al igual que las paredes de aquella construcción donde se hallaba. Miró alrededor con pena, con dolor, al no saber dónde se encontraba, mirando hacia todas direcciones, intentando encontrar algo familiar, algo a lo que acercarse y quedarse allá.

Fue en ese momento cuando se dio cuenta de que estaba vestida, no ya con esos pantalones cortos y la camiseta de tirantes que él le había regalado, si no con un vestido violeta vaporoso, que parecía mecerse con la atmósfera, como si estuviera sumergida en agua y los pliegues del vestido obedecieran a corrientes subterráneas. Se miró de arriba abajo, pero incluso sus movimientos resultaban lentos en aquel espacio tan abierto, parecido a una catedral.

Sus pies descalzos sintieron poco a poco el suelo marmóreo, frío al primer contacto; y cuando echó a andar, parecía que miles de agujas se clavaban en las plantas, como un hormigueo al principio, con sufrimiento posteriormente. Pero ella prefirió seguir adelante, y alejarse de aquellas colosales puertas hacia donde suponía que estaba el centro de aquel enorme palacio. Era consciente de su propio movimiento como narcotizada, muy despacio, viendo como hasta las finas partículas de polvo flotaban a su alrededor, mientras los extensos ventanales, a veinte metros de altura al menos, proyectaban una luz que se concentraba en el pasillo central de aquella nave ciclópea.

Cada paso que daba le provocaba un dolor que le azotaba hasta muy dentro de ella, pero sabía que tenía que seguir. Y entonces fue cuando descubrió que podía elevarse poco más de un metro del suelo y, con solo su voluntad, dirigirse sin dolor hacia donde quería ir. Pero su avance era lento y, mientras iba flotando hacia el centro, observó con detenimiento donde estaba.

Las paredes eran de piedra, parecida a la arenisca, y en algunos tramos aparecían decoradas con tejido que parecía terciopelo, de la tonalidad del vino; pero aquellas paredes parecían rezumar vida, y no eran del todo lisas y talladas; al contrario, tenían oquedades distribuidas de forma desigual y de diferentes tamaños.

La parte lateral se separaba de la nave central por unas columnas que parecían ramas de árboles retorciéndose sobre sí mismas y cuyo resultado final era una grotesca parodia de un tronco de drago. Estas columnas también estaban decoradas con tapices púrpuras y filigranas doradas en los bordes sin ningún dibujo concreto. La luz y las sombras dibujaban en los tapices extrañas formas, como si el aire jugara con ellos.

En la nave central se encontraban las bancadas diseminadas de cualquier forma, pero dejando siempre el pasillo que conducía al altar transitable. Aquellos asientos poseían el polvo de los siglos y la desesperación de los rezos sin contestación. Allá se sentaba la desesperanza.

Trató, al observar aquellos tristes bancos, de ir más deprisa, pero no pudo. Miró entonces al suelo y vio que aquellas baldosas frías dibujaban mosaicos que le resultaban familiares. Eran episodios de su vida desde el primer aliento en el mundo hasta casi el momento presente, pero la realidad que se iba a encontrar más adelante sería mucho más cruda.

Durante lo que le pareció una eternidad, mientras el silencio de la nave era ocupado progresivamente por ese pitido de sus oídos y de vez en cuando aquel canto de desasosiego, siguió avanzando en levitación. Y llegó al cuerpo central de la catedral. Y vio que el altar estaba justo en el crucero, no en el ábside. Allá los asientos estaban ordenados, bordeando lo que se encontraba en el altar. Bajó al suelo y allá se encaminó hacia aquel objeto tan familiar y tan odiado por ella. Lo acarició con gesto apesadumbrado, con un dolor en el pecho tan increíble que no se podía describir; cerró los puños sobre la superficie que acababa de tocar y descargó un golpe sobre el ataúd.

Echó la cabeza hacia arriba y gritó; pero fue un grito amortiguado, como si se escuchara desde una habitación acolchada. Y, tras ese desgarrador aullido, mientras las lágrimas corrían por su rostro y le quemaban como fuego, el ataúd se abrió y cientos de miles de mariposas salieron de él en una espiral de color turquesa, mientras la luz que entraba por las ventanas daba paso a una oscuridad progresiva que daba brillo a las alas de aquellos infinitos insectos.

Y, cuando llegaron al punto más alto que podían llegar, se precipitaron hacia ella y la rodearon, elevándola de nuevo del suelo, mientras los portones se abrían lentamente hacia dentro dejando paso hacia un terreno incierto. Las mariposas la condujeron hacia el exterior de aquella catedral, lejos del daño que había sentido por su ser querido.

El corazón le seguía latiendo; los oídos ya no le pitaban; pero notaba las lágrimas caer sobre su mano, apoyada en la rodilla. Y entonces se percató de que volvía a estar de nuevo en el rincón, recogida en sí misma y llorando por la pérdida de su marido, cuatro días atrás. Seguía envuelta en las sombras como si estas fueran un sudario.

Una mariposa flotaba ante ella en la semioscura estancia, pero no la veía. Todavía no.

4 comentarios:

  1. Me encanta. Es precioso y triste a la vez. Describiste en una manera especial lo que se siente y como nos duele cada parte de nuestro cuerpo, pero en especial cada parte de nuestro alma cuando sufrimos una perdida.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. ¡Hola peque!

      Me alegra un montón que te haya gustado.

      ¡Un besote!

      Eliminar
  2. Guao!Simplemente mágico,en el primer párrafo me he sentido identificada! Eres muy bueno!
    Un saludo

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. ¡Hola Elisa!

      A estas alturas ya eres especialista en ponerme colorado de arriba abajo

      ¡Un saludo muy gordo y gracias!

      Eliminar