Hay días en que
lo mejor que puedes hacer es no levantarte de la cama. Quedarte quieto, muy
quieto y rezar o lo que sea para que vuelva a ti el sueño. Incluso hay días en
los que deseas que algo que te haya pasado y que ha sido determinante para
proyectar tu vida hacia una dirección determinada, no hubiera ocurrido jamás.
Llevaba un par de meses, tal vez incluso hasta tres meses, intentando superar
la muerte de Helena, la mujer con la que abrigaba alguna esperanza y, en ese
tiempo que parecía un sueño, cumplía con diligencia, casi con indiferencia,
todo lo que podía hacer para que el abyecto ser que tenía como acompañante, el Kuei, pagara su tributo con el abismo. Y
entonces, en uno de los casos rutinarios en los que estaba metido, pasó lo que
no quería justo que pasara. A decir verdad, pasaron dos cosas que no quise; La
primera, conocí a un agente del caos dentro de la Ciudad… otro más. La segunda
cosa que me paso fue… que me enamoré de ella.
Estaba
persiguiendo a una mujer por la noche (¿por qué todas las cosas así sucederán
por la noche? Una vez más, la realidad supera la ficción.); una mujer que había
sustraído cuantiosos enseres personales que le eran ajenos. Bueno, tal vez para
este tipo de cosas tendría que ser la policía la que hubiera dado cuenta… pero
no era este el caso. Esta mujer “absorbía” la vida de las personas a través de
sus pertenencias lo cual, hasta cierto punto, era el caso más extraño con el
que me había topado hasta la fecha. Como una analogía, si se me permite, lo de
esta señorita era a las pertenencias de los demás lo que el Kuei a las almas que le llevaba. Por
norma general, la gente con la que me había enfrentado era eso: gente común,
personas corrientes que desestabilizaban el grandioso equilibrio
universal, pero esta mujer… pues
no.
La perseguí
hasta que se metió en un pinar, alejada de las luces de las farolas de un
tranquilo parque. La oscuridad se la tragó como un animal hambriento y yo, que
antes que temerario soy precavido, eché mano a la chaqueta y palpé mi cuchillo,
para cerciorarme de que, en caso de complicaciones, tuviera un handicap. Tras
tomar una bocanada de aire, fui tras ella más sigilosamente. Ni una sola hoja
de pino se movía, ni un ave nocturna cantó sus lamentos a la luna… la quietud
era máxima. Y, como si de una obra de brujería se tratase, un frío helado
comenzó a apoderarse del ambiente calmo. Me detuve, pensando en que tal vez sería
una pequeña brisa. Pero el frío me penetró hasta el corazón. Y entonces me
interné más entre los pinos.
El frío, que ya
me había aterido bastante, dio paso a una sensación física más asfixiante si
cabe. Empezaba a tener náuseas; el estómago se me cerró de golpe, como si
hubiera comido algo en mal estado y justo ahora me estuviera masacrando las
tripas. Ambas sensaciones eran las que sufría como podía mientras me acercaba a
la mujer, de la que ya empezaba a ver su silueta, en medio de un brillo
espectral.
Estaba de
espaldas a mi, por lo tanto no me veía, pero yo si la veía a ella, y juro por
lo más sagrado que existe que la vi brillar
en medio de penumbras. La tenue luz que irradiaba era azulada, pero algo no
estaba bien en esa luz. Es como si se pegara a su cuerpo, como si su
luminiscencia fuera una masa babosa que supurara por cada centímetro de su
piel. Y podía oír un sonido como de succión, como su estuviera drenando algo; y
entonces ocurrió lo que tenía que ocurrir.
Mi estómago no
lo soportó mucho tiempo más y no pudo sofocar una arcada, pues la sensación se
acentuaba más conforme me acercaba… y, por supuesto, la mujer me oyó. Y, cuando
se giró, no observé ninguna expresión en su cara, porque no tenía cara.
En lugar donde
tenía que haber estado todo órgano facial, se encontraba una especie de trompa
como las que tienen las mariposas y, alrededor del nacimiento de esa probóscide,
una docena de ojos mal repartidos, de cualquier forma y de color rojo y negro,
me miraban, si se podía decir así, de manera interrogante y sorprendida. Su
brazos se habían transformado en una especie de prolongación de carne con dos
aguijones en cada miembro que supuraban un líquido que, creía yo, era más
venenoso que el veneno de cien cobras juntas. En su regazo, manchado de tierra,
estaban todas las pertenencias que había robado de personas que, seguramente,
por su acto, estarían pasando un mal rato.
La visión en sí
me impresionó un poco bastante demasiado. Imaginaba que iba a mandar al
infierno a aquella mujer por hacer lo que hacía, aunque no supiera muy bien que
hacía. Lo que no tenía previsto era mandar al abismo a una criatura que, por
deducción, pertenecía al mismo. Pero la primera reacción que tuve no fue sacar
el cuchillo y atacar, a pesar de las náuseas y del frío que se pegaba hasta en
los huesos. No soy tan valiente, ni mucho menos arrojado.
Mi primera acción
fue correr en dirección opuesta. Craso error. Porque esa cosa, lo que fuera,
sabía que la había visto y no iba a dejar por nada en el mundo que viviera para
contarlo. Se irguió en sus piernas, que ya no eran tales, sino dos “piernas”
llenas de tentáculos por pies que me perseguían prestos pisándome los talones.
Cuando fui a mirar hacia atrás, pese a que siempre se dice que no miremos hacia
atrás, no vi nada tras mi. Paré de correr y saqué el cuchillo; giré a mi
alrededor intentando buscarle. Oí un ruido y giré hacia él: Nada. Cuando volví
a girarme, allá estaba, a un metro de mi; Erguida, me sacaba como una cabeza;
Lo primero que hizo fue empujarme ayudándose de los brazos y de la probóscide.
Afortunadamente, los aguijones no hicieron mella en mi cuerpo, y caí de
cualquier manera. Me puse en pie rápidamente y así el cuchillo más fuertemente
mientras escrutaba ahora en todas direcciones, arriba y abajo… Y vi que se
acercaba colgándose como un primate de las ramas más fuertes de los árboles.
Tenía intención de aplastarme con aquellos asquerosos tentáculos, pero esquivé
sin problemas su caída encima de mi.
De nuevo estábamos
frente a frente. Y entonces observé que sacó esos aguijones de su interior con
la intención de acabar conmigo de una vez por todas. En ese momento decidí vender
muy cara mi vida, y, cual Julio Cesar, pensé que la suerte estaba echada.: Alea
jacta est.
Aunque, al
contrario que le ocurrió al dictador romano, que lo hizo todo solo, tuve un
golpe de suerte inesperado. Del lado derecho del monstruo se escuchó un chasquido
que rasgó el aire y, al instante, la criatura tenía una especie de cuerda
rodeando su “brazo”. Luego esa cuerda se tensó y la criatura salió despedida a
escasos metros de donde estaba y cayó cuan larga era en el suelo. Mientras se
incorporaba, de nuevo un chasquido le rozó en la probóscide y casi se la corta
de cuajo. Empezó a sangrar abundantemente por el corte, de un color seroso que
recordaba al barniz.
Recuerdo pensar
que, si sangraba, tal vez se podría acabar con ella. Así que salí de mi estado
de estupor y, mientras me preparaba para su muerte, sostuve el cuchillo para la
estocada final. Pero aquel bicho era tremendamente rápido e inusualmente
instintivo. No parecía muy fuerte, ni pesar mucho, pero se movió hacia mí desde
el suelo y su cuerpo impactó contra el mío... mandándome de nuevo al bendito
suelo. Por tercera vez, se oyó aquel estallido y esta vez rodeó el cuello de la
criatura, que fue arrastrada hacia un tronco. Allí, detrás de esa cosa había
alguien, y una voz de mujer (aunque más que una voz fue un grito) me exhortó:
- ¡Acaba con él!
No dejé que me
lo repitiera de nuevo. Cogí el cuchillo, me puse de pie y corrí, todo a la vez,
para llegar ante lo que había sido una mujer y le apuñalé una y otra y otra
vez. La criatura comenzó a emitir sonidos como de zumbidos y la náusea que me
había acompañado en todo momento, a la par que esa sensación gélida, desapareció
paulatinamente mientras la vida de aquello con probóscide se extinguía, hasta
que finalmente quedó laxa. La cuerda se aflojó dejándola caer y me fije en que,
lo que antes había sido un ser que creía solo existían en las pesadillas, se
transformaba en mujer de nuevo, pero no en la mujer que yo había perseguido,
sino como un cadáver que llevara años muerto.
La piel quedó
pegada a su cuerpo como si fuera una mortaja natural. Y entonces, tras esta
observación, me fijé en algo más. Lo primero, que lo que rodeaba su cuello no
era una cuerda, si no un látigo. Y segundo, por fin vislumbré quién me había
ayudado contra la cosa que yacía inerte en el suelo.
Clavó sus ojos
en mí mientras salía de detrás del árbol donde había aprisionado a la bestia;
me miraba con una mezcla de enfado y desaprobación. A su vez, recogía el látigo
de manera diestra. Y, cuando la tuve enfrente de mi, la pude observar más
detenidamente. Era rubia, con el pelo muy ondulado y recogido en una coleta que
le llegaba a media espalda; sus ojos eran almendrados y de color castaño con
vetas grises. Tenía en ambas orejas dos pendientes grandes en forma de aro, un
poco gruesos y dorados. En cuanto a la indumentaria, no podía ser más extraña.
Parecía una extra de película de adolescentes de los años sesenta. Vestía unos
jeans de campana no muy ancha azules claros, unas zapatillas tipo Converse
rojas, una camiseta blanca y, encima de la camiseta, una chaqueta como de cuero
rojo de mangas blancas. La chaqueta tenía la inicial D a la izquierda. Verla
con esa facha casi me da un shock. Aparte, es que estaba buena, para que vamos
a mentir. Creo, de hecho, que mi mirada con la ceja levantada debió de
despertar susceptibilidades en ella, pues a partir de ese momento, me habló de
manera tajante.
- ¿Piensas relamerte más o vas a ir a casa a
pajearte?- me preguntó con franco desdén.
- No estoy tan desesperado para que me gusten
tanto las niñas retro.- le contesté.
Ella dijo por
lo bajo un taco, supongo que dirigido a mi, y se agachó para examinar el cadáver
que teníamos ante nosotros. Luego, cogió su mano y la partió con un crujido
seco de la muñeca. Casi no podía creer lo que estaba haciendo. ¡Me estaba
robando mi víctima!
- Pero, ¿qué se supone que estás haciendo?- le
pregunté medio sorprendido.
- Cobrarme mi pieza.- me contestó
tranquilamente mientras se erguía.- ¿Tienes algún problema?
- Nooo, para nada.- le dije. Estaba empezando a
calentarme.- Solo que esa “pieza” que dices que te cobras, es mía.
- Tu le has dado un estoque mientras te la
sostenía. De no ser por mi, te hubiera dejado seco al instante.
- ¿Pero tu te oyes?- pregunté incrédulo, casi
fuera de mí.
- Si; y a ti también te oigo muy bien; no hace
falta que grites, no estoy sorda.- acabó casi gritando como yo.
- Escucha: Yo maté a esta mujer, yo me llevaré
la mano, si no te importa, ¿de acuerdo?
- No tienes ni idea de lo que acabas de
destruir, ¿verdad?- me preguntó ella como si fuera un novato. Aunque, en
verdad, no tenía ni idea.
- Supongo que tú me lo dirás, ¿no?
Ella sonrió con
un gesto de condescendencia. La odié por eso, pero no cedió ni un milímetro. Señaló
los restos de la mujer y me dijo de que se trataba.
- Ese ser es un zángano de la plaga. Lo primero
que hace es proveerse de un cuerpo. Luego roba cosas de gente y les sustrae la
fuerza vital de cada una de ellas. Las víctimas se consumen en una intensa agonía.
Es como un cáncer que te come por dentro. Solo que, además de arrancarte la
carne, también lo hace con tu alma.- y, después de un momento de pausa, añadió.-
No tenías ni idea, ¿verdad?
- No, no lo sabía. Pero eso no quita para que
me robes el mérito de haberlo matado yo.
- Esta mano es mía y me la voy a quedar.-
sentenció.- No quieras buscar enfrentamiento donde no tiene que haberlo.
Y, dicho esto,
se alejó del pinar. Al principio, yo me quedé clavado, como si me hubieran
echado cemento en los pies, y, mientras la veía alejarse, se apoderó de mi una
rabia tan intensa, que casi me quema por dentro. Saqué de nuevo mi cuchillo y
fui a por ella con resolución: Iba a recuperar mi trofeo aunque corriera la
sangre.
Me situé a unos
escasos diez metros de su presencia y le grite un “¡Eh!” que pareció llamar su
atención. Se giró mirándome de reojo y, al ver que empuñaba el cuchillo y la
marca de mi mano refulgía como pidiendo el rojo líquido, ella echo mano también
de su látigo y se quedó en posición de guardia. Me miró directamente a los ojos
y noté el fuego de su mirada. Nos quedamos parados como dos duelistas, uno
enfrente del otro, esperando a ver cuál de los dos daba el siguiente paso. Fue
un milagro que en aquel momento no pasara nadie. Ella rompió el silencio.
- Te lo advierto; no me toques o correrás la
misma suerte que ese cadáver que hemos dejado allá. No quiero enemistarme
contigo, ni mucho menos matarte; si me fuerzas a ello, vas a descubrir de lo
que soy capaz.
Mis ojos se
posaron en sus manos, y vi un destello que surgía del interior de su palma. No
había duda. Era como yo. Metí el cuchillo en su funda, en el interior de mi
chaqueta. Ella pareció relajarse después de unos segundos y colgó su látigo del
cinto. Luego, sin decir palabra, dio la vuelta y se marchó en dirección a
ninguna parte.
Tras ese
incidente para nada afortunado, me pasé los siguientes días intentando
averiguar quién era aquella buena joven que me había robado el trofeo. Pregunté
en Domus Animae, pensando que Jia Li podría tener la respuesta, pero fue tan
enigmática como siempre, con respuestas a medio contestar y toda esa
parafernalia. Era obvio que, de existir otras personas con mi mismo empeño,
ella no me iba a indicar con pelos y señales sus identidades. Finalmente me
rendí a la suposición de que no la encontraría si ella no deseaba ser vista.
Justo en el
momento en que iba a volver a casa, a mediodía, tuve un chispazo casual. Tal
vez debería de preguntar a los ojos de la Ciudad; el sabría, al menos, darme
una pequeña pista acerca de esa joven. Dí media vuelta de nuevo y, mientras me
colaba en el autobús sin pagar, cavilé en los sitios donde solía estar… o más
bien vegetar.
Tras una búsqueda
de una hora y media por el casco antiguo de la Ciudad y un paseo en bicicleta
que un amable caballero en chándal dejó para entrar en un baño público a la
entrada de un pequeño parque, lo encontré finalmente apoyado en un banco, con
una botella en las manos y mirando de manera vacua al suelo. Dejé la bicicleta
justo enfrente de donde él se sentaba y me senté en el otro extremo del banco;
crucé las piernas y miré a la gente pasar y correr y jugar mientras el borracho
que tenía a mi lado no movió ni un solo dedo.
- Hace un día bastante bueno como para pensar
en la botella, ¿no le parece?- le pregunté. Alzó su vista hacia mi con una expresión
oligofrénica, como si no tuviera ni idea de quién era yo o qué le había dicho.
- ¡Ah!- dijo por fin con un lenguaje pastoso.-
Eres tú…
- Eso es. Yo mismo. Suponía que no me iba a
reconocer…
- Pues claro que sí. Ya te dije que era los
ojos de la Ciudad.- supongo que diría eso. Arrastraba las palabras como si en
vez de lengua tuviera esparto en la boca. Si estaba tan lucido a pesar de la
curda fenomenal que tenía, tal vez pudiera sacarle algo.
- Entonces, supongo que sabrás que pasó hace un
par de días en uno de los parques, ¿verdad?
Me hizo la señal
de silencio con el dedo que, por cierto, casi se lo mete en el ojo, y luego miró
a ambos lados con esa expresión idiotizada que parecen compartir todos los
alcohólicos. Luego se giró de nuevo hacia mí y habló.
- No se habla de la plaga así como así, hombre,
¿qué te pasa?- me espetó.- Ahora… Menuda la que te hizo la muchacha, ¿eeeeeh?
- Justo a ella es a quien quería ver. Verá, me
salvó la vida y me gustaría agradecérselo. Supuse que, como usted es los ojos
de la Ciudad, podría pedirle ayuda.
- Mierrrrrda, chico… Conozco a la mayoría de
vosotros, eso desde luego, pero no tengo ni idea de quienes sois.- toda mi
esperanza acababa de salir despedida por el retrete.- Pero si quieres un
consejo de tu viejo amigo, que s… s… sepas que el criminal siempre va dos veces
al lugar del crimen. Y ya está.- sentenció.
Borracho dixit.
Así que, lo que me estaba proponiendo es que volviera de nuevo al parque donde
había tenido el tete-a-tete con aquella amable mujer con boca de mariposa y
esperase, ya que tal vez, y solo tal vez, podría ver a la que fue mi cómplice.
Ya que no tenía nada que perder, me levanté sin despedirme (aunque él tampoco
pareció darse cuenta de nada, como si la conversación hubiera sido producto de su
imaginación) y fui a mi próximo destino.
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