Empecé a darme cuenta de que todo aquello era real cuando vi el coche
salir disparado hacia aquel barranco. Aunque iba rápido y sin demora en aquella
planicie, pude atisbar hasta cuatro ocupantes dentro, bien agarrados, como si
se tratara de un largo viaje, a sus asideros. Yo estaba en la parte más alta de
aquel sitio en forma de embudo, a unos veinte metros de la base, donde ellos se
encontraban; salieron de la nada y se precipitaron a la nada, lo que en
términos equivaldría a unos cien metros de caída libre. Tras la estela
polvorienta que dejaron, una joven menuda de unos veintitantos años fue medio
corriendo medio andando en pos del automóvil. Mi hermana y yo lo vimos desde
aquella distancia, cansados como estábamos; no hacía ni cinco minutos que
habíamos cruzado la puerta de acero que nos conducía a aquel lugar y que se
había cerrado, tal vez para siempre.
La joven se acercaba al borde del precipicio y cayó de rodillas mientras se asomaba con la cabeza gacha, como derrotada. Sus ropas, de vivos colores antaño, se estaban volviendo grises con el polvo del suelo y por el que flotaba a su alrededor. Cargué de nuevo con la mochila de acampada y mi hermana se guardaba la cantimplora en la suya luego de beber un largo trago de agua.
- Tenemos que ayudarla.- sentenció
sin más preámbulos y sin quitar la vista de ella.
- Pues ya sabes que significa
eso.- dije yo.- Tenemos que bajar allí y ver cómo está.
Sin decir nada más, hizo pie en la ladera de aquel cono invertido
donde nos habíamos metido, y comenzó su descenso. Yo la seguí sin protestar, a
pesar de que ambos estábamos bien molidos. Nos llevó tal vez unos diez minutos
el bajar por aquella empinada cuesta y, mientras lo hacía, no dejaba de
sorprenderme el pensar cómo habíamos llegado allá.
Recuerdo vagamente el haber salido de una estación de metro con mi
hermana; estábamos de viaje en una gran capital y nos dirigíamos al extrarradio
de la ciudad. Sé que sonará muy a tópico, de hecho yo mismo los odio, pero nos
quedamos fritos, tras haber andado una burrada todo el día, con nuestras
mochilas de un metro pegadas a las espaldas. Una hermosa manera de hacer
turismo; la recomiendo. Puedes
pegarte una semana así tranquilamente y no pisar ni un hotel ni medio, solo pateando
la ciudad de arriba abajo... Pero me parece que estoy divagando.
Bueno; nos quedamos dormidos. Y cuando abrí los ojos fui el primero en
darme cuenta: me fijé en que habían pasado veinte minutos desde nuestra
siestecita y que, por lo que indicaba el luminoso con las paradas encima de las
puertas, estábamos ya por la penúltima estación. Nos habíamos pasado por tres.
Pero bueno, tampoco importaba mucho en nuestra situación.
Recuerdo que bajamos del metro y la estación estaba desierta, ni un
alma. Excepto… excepto un hombre vestido casi a la antigua usanza, como un
revisor de estaciones de principios de siglo. Mi hermana fue a preguntarle que
por dónde se salía, pero no acertó a decir nada.
Mientras le preguntaba,
me adelanté y vi dos salidas. En la que me metí fui a dar con una puerta; fue
entonces cuando el revisor giró la cabeza y nos dijo que era por la otra
puerta. Tras ese aviso, volvió a ocupar su sitio y su rigidez habitual.
Atravesamos esa puerta y…
- Ten cuidado al pisar aquí; no
es muy seguro.- me dijo mi hermana mientras señalaba al suelo.
Sorteé aquella porción de tierra traicionera y seguimos bajando. Al
llegar al punto donde la ladera se unía con aquel terreno plano, no pude sino
maravillarme que, desde donde nosotros habíamos estado antes, unos cincuenta
metros más arriba, aquella superficie se revelaba como algo más pequeño, pero
visto desde abajo, tenía en tamaño de cinco estadios de futbol. La joven estaba
allá todavía, no parecía haberse movido mucho desde que iniciamos el descenso a
ver como se encontraba. Y no tardé en dar diez pasos, que volví a ver de nuevo
lo que habíamos visto anteriormente repartido a lo largo de nuestro eterno
camino.
En el borde del precipicio había mochilas, algunas vacías, otras
llenas de ropas, víveres, e incluso algún que otro aparato. También había
diseminado por el suelo todo tipo de artilugios electrónicos, desde una
videocámara que no funcionaba, hasta una cámara de fotos sin estrenar, todavía
en su caja. Todo estaba cubierto de polvo gris, el mismo polvo gris que
convertía aquel anfiteatro monstruoso en forma de cono invertido en una suerte
de cementerio de cosas. Me detuve y me agaché para examinar aquellas cosas.
Claudia, que así se llamaba mi hermana, miró por encima del hombro y me vio
registrando una mochila. Paró y se dio la vuelta, un tanto hosca.
- Pero, ¿qué haces?- preguntó
mientras daba un par de pasos hacia mi.
- Joder, fíjate.- le dije
mientras sacaba la cámara fotográfica de su caja.- La batería está a tope y
funciona. De la de vídeo, parece que hace tiempo que ha muerto.
- Mi nombre es Ester.- dijo una
voz a su espalda. Claudia se volvió asustada, echando mano al cinturón, donde
tenía una navaja. Su miedo se calmó cuando vio a la joven. Tenía la mirada
perdida en el suelo.- No quise ir con ellos. Sabía que iban a tirarse pero,
¿para qué quedarse aquí?
- ¿Cómo habéis llegado hasta
aquí?- preguntó mi hermana más tranquila pero sin dejar de acariciar la navaja.
- No lo recuerdo. Llevamos mucho
tiempo yendo de un lado para otro. Encontramos ese coche después de un montón
de días u horas… aquí el tiempo es distinto. Y entonces, cansados, dijeron que
ya era bastante. No querían seguir con esto. Decidieron tirarse con el coche por
el precipicio.
Yo estaba de rodillas, medio examinando aquellos objetos, medio
prestando atención a la joven. Luego dirigí mi mirada hacia el precipicio. A
unos veinte metros o treinta del borde, se alzaba de nuevo una pared mucho más
alta de donde nosotros nos situábamos; a mi alrededor todo era pared cenicienta
llena de guijarros grises y objetos abandonados como estos por doquier. Es como
si nos encontráramos en medio de un vertedero, pero con todo listo para usarse,
como nuevo. Me levanté y dejé la mochila en el suelo. Claudia se volvió un
instante para ver que hacía y la recién conocida Ester seguía mis movimientos
con una mirada cansada.
De la mochila saqué algo para darle de comer, una chocolatina que
tenía por allá guardada. Después cogí la cantimplora y me adelanté a Claudia
hacia nuestra nueva adquisición.
- ¿Tienes hambre? Aquí también
tengo agua, por si hace mucho que no has bebido.- le entregué solícito.
Ella extendió la mano tímidamente, pero acabó por coger lo que le
ofrecía. Satisfecho, retrocedí mientras Ester comía y cogí la cámara de fotos
que había allá sin caja ni nada. Me la metí en la mochila y la cerré. Claudia,
que vigilaba a ambos, no dijo nada de esa apropiación.
Esperó a que acabara tanto de comer como de beber y después alargó el
brazo para cogerle la cantimplora y dármela a mi. Mi hermana parecía luchar
contra sí misma para bombardear a esa chica a preguntas, y no sabía ni por cual
empezar. Se lo notaba en la pose de su cuerpo, pese a estar de espaldas a mi.
- Dices que llevas mucho tiempo
aquí. ¿De qué parte de este sitio vinisteis tu y tus… amigos?- preguntó.
Ester levantó la cabeza, ya un poco más espabilada. Era como si la
chocolatina y el agua le hubieran dado diez años de juventud. Después de un
instante, contestó.
- No dije que lleváramos mucho
tiempo aquí. No estoy segura de cuanto tiempo hace. Eso dije. Lo único que
recuerdo es que no hemos dejado de entrar en sitios como éste una y otra vez…
una y otra vez…
- ¿Cómo entrar?- me atrevía
preguntar.
- Hay puertas que te llevan a
otros sitios… como puertas de tu casa. A veces incluso no son como las puertas
de tu casa. Hay algunas que son como de acero, otras como escotillas, otras
abatibles incluso… pero una vez que las abres y entras, ya no puedes volver a
salir. No sé por qué. Éramos cinco, pero ellos cuatro decidieron rendirse a la
desesperanza. Yo aún quiero vivir lo suficiente para salir de aquí… o al menos
para vivir.
- Y, ¿no has visto a nadie más
aparte de nosotros?- preguntó Claudia.
- Yo iba con dos chicas, amigas
mías. Se metieron en ese coche con una pareja y se tiraron. Esa pareja estaba
también perdida. Tampoco recordaban mucho. Dijeron solamente que estaban en un
centro muy grande, que se metieron en un pasillo para ir a los baños y que,
después de salir, se encontraron con esto.
- ¿Quieres decir que salieron
aquí?- de nuevo Claudia.
- No; aparecieron en… no
recuerdo donde; pero al cruzar más y más puertas, llegaron aquí. Aunque antes
nos encontraron a nosotras.
- Pero, ¿qué demonios es esto?-
dije por lo bajo. Y, luego, se me ocurrió algo.- Ester: ¿cruzaste por una
puerta de allá arriba? ¿Lo recuerdas?
- No, lo siento. No sé decirte.
Sé que en cada mundo- ¿mundo? ¿por qué elegir esa palabra? Pensé
posteriormente.- hay varias entradas, pero parece que no son fijas. Deberíamos
encontrar juntos una salida de este sitio. Aunque estoy cansada.
- Entonces deberíamos descansar
todos.- sentenció Claudia.- Nosotros tampoco hemos parado desde hace horas. Nos
echaremos un par de horas y después continuaremos los tres buscando una salida
de este sitio.
Fue decirlo y hacerlo; Claudia me hizo una señal para que no perdiera
de vista a Ester mientras dormía; se acercó a mi mientras la joven se
preparaba. Me dijo rápidamente que la vigilara la primera hora; de la segunda,
ya se encargaría ella. Nos recostamos en el suelo y, aunque Ester yacía de
espaldas a mi, no tardó en dormirse, o eso parecía. Al rato, su respiración fue
pausada y relajada. Definitivamente se había quedado dormida. Y yo, mientras
las dos descansaban, intenté pensar qué ocurrió más allá después de haber
cruzado la puerta que el revisor nos había dicho. Pero no lograba concentrarme
en ello. Era como si mi mente hubiera sufrido un linternazo. Cuando hubo pasado
una hora ( los relojes parecían funcionar perfectamente en aquella hondonada)
desperté a Claudia y fui yo el que me dispuse a descansar.
A pesar de que el tiempo corría normalmente, no parecían trasladarse
la luz ni las sombras por aquel sitio, a pesar de que veíamos un brillo como de
luz solar más allá de los límites de aquel embudo. Tampoco yo tardé en quedarme
dormido; quizás pasaron tres horas o así cuando una mano me sacudió. Pero no se
trataba de Claudia. Era Ester. Estaba despertándonos a los dos.
- ¡Despertad!¡Mirad allá enfrente!-
nos decía mientras me incorporaba. Mi hermana se estaba despertando también. Se
había quedado dormida sentada mientras vigilaba. Pero no era momento de
reproche alguno. Alrededor de doscientos metros, había una puerta incrustada en
una de las paredes de guijarros y polvo.
Nos levantamos del suelo y recogimos los útiles que teníamos con
nosotros. Sin decir palabra, nos dirigimos hacia la puerta, a la que llegamos
en menos de tres minutos, con carga y todo. Allá nos detuvimos y observamos que
era una simple puerta de entrada a un bloque de pisos.
- ¿Qué pasará si no se abre?-
preguntó Claudia.
- Debería de abrirse. Todas lo
hacen…- contestó Ester.
Entonces, tras una pausa de medio minuto, supongo que pensando los
tres qué íbamos a hacer fue mi hermana, la valiente Claudia, la que se acercó a
la puerta. Cogió el tirador de la puerta, y tiró hacia ella. Ester le observaba
casi como con ansiedad, como si esperara una salida de este lugar. Frunció sus
labios en una mueca esperanzadora y mi corazón fue a mil para saber que había
tras aquel rectángulo de metal.
- Solo deseo volver a mi casa.-
dijo Ester a nadie en particular.- Por favor, solo quiero regresar.
Casi más que un deseo era una plegaria. Claudia abrió del todo la
puerta y no vimos nada. Metió la mano despacio y vimos que desaparecía en esa
negrura hasta la muñeca. La sacó de repente, como si hubiera temido perderla.
Pero allá estaba su mano. Se volvió hacia nosotros con mirada interrogativa. Yo
miré a Ester y esta, sin apartar la mirada de aquella negrura, asintió. Íbamos
a cruzar después de todo.
Dio el primer paso hacia ella y pasó sin miedo. La negrura se la tragó.
Mi hermana miró horrorizada, pero vio mi gesto decidido. Le cogí de la mano,
inspiramos una vez como quien va a hacer una inmersión, y cerramos los ojos.
Cruzamos la puerta sin mirar hacia atrás.
Tenía ganas ya de leerte pero mi tiempo es muy limitado :_ De este relato me ha encantado la atmósfera desquiciante. Ese páramo con puertas que me recuerda a las tierras baldías de King.
ResponderEliminarAhora cuéntanos como sigue ¿no? Que yo al menos me muero de la curiosidad. :P
Espero sacar tiempo y leer ese Agente del Caos que me intriga mucho y por lo que he leído, tus escritos tienen alma.
¡Un abrazo!
Hola Candela! Gracias por tu comentario. En realidad, el relato justo acaba aquí, porque me encanta dejar finales abiertos; pero la verdad es que, leyendo, me he dado cuenta de que a lo mejor se le puede sacar más jugo, así que prepararé de momento una segunda parte a ver qué pasa.
ResponderEliminarEspero que sigas paseándote por aquí cuando puedas y ya sabes que siempre serás bienvenida.
¡Un abrazo!
Uf, qué angustia. En la parte central lo he llegado a pasar mal. Me ha recordado la película de Cube, una de las más desagradables y claustrofóbicas que he visto. Aunque lo tuyo parecen ser mundos al aire libre, encadenados por las puertas, aun así se trasmite muy bien esa atmósfera de encierro sin escapatoria. Uf, uf, uf. No me pegues estos sustos...
ResponderEliminarUna de las maneras más terapéuticas que conozco de enfrentarse a los miedos propios es precisamente escribir sobre ellos. Yo suelo defenderme mediante los relatos que escribo, aunque no todos son miedos que poseo. Si he logrado angustiarte con él, entonces es un buen paso, porque justo ese clima desasosegante quería transmitir. De todas maneras, prometo no asustarte más :P
Eliminar¡Un saludo!