Tres meses llevaba cabalgando por la pradera pardusca en busca del
asesino de su familia. Las espuelas golpeaban en los cuartos traseros del
caballo, haciéndolo avanzar a galope tendido por el yermo páramo que se
extendía ante él y que parecía no tener fin.
Aquel asesino, uno de tantos que pululaban por La Frontera, había
matado a sangre fría a toda su prole. Se proponía tan solo a cumplir dos
objetivos, claros y precisos: Encontrarlo y matarlo. Mientras su caballo le
llevaba a encontrarse con su destino, pensó en lo que había dejado atrás.
Había sido propietario de un magnífico rancho en la frontera entre
Colorado y Nebraska y había prosperado en un tiempo razonablemente difícil,
cuando aún los pieles rojas campaban a sus anchas por la llanura y los
asentamientos colonos aún no eran tan frecuentes. Seis meses de construcción y
tres años de prosperidad eran suficientes para que Billy Lomont se sintiera
satisfecho de su propia fortuna. Añádase a esto una mujer fiel y resuelta, que
acompañó a su marido en todo momento, ayudándole incluso en las más arduas
tareas, y tres hijos preciosos de ocho, cinco y un año. El mayor, John James,
había aprendido todo lo que su padre podría haberle enseñado con su edad. Era
igual de resuelto que su madre y tan trabajador como su padre. Santo Dios, como
quería a aquel mocoso…
Pero ahora todo acabó; no habría más rancho, ni mas tierras, ni
familia… Era un hombre sin futuro, destrozado su pasado. Solamente la sed de
venganza le empujaba hacia delante. Sabía a por quién tenía que ir, sin ningún
tipo de vacilación, todo él con empuje.
Se llamaba Clarence “Ugly” Zachary. Siempre iba solo. Algunas veces,
en contadas ocasiones, formaba parte de alguna banda de asaltantes,
frecuentemente españolas y mexicanas, pero en su mayor parte le gustaba cometer
sus fechorías en solitario. Según habladurías, comparado con otros bandidos, el
era uno menor, uno de tantos que lo mismo le daba robar en una diligencia que
quitarle un caramelo a un niño. Pero Lomont sabía que era algo más que eso. Lo
vio claro tras recibir el balazo en su rancho. Lo vio más claro todavía cuando
entró Zachary en su rancho mientras él estaba postrado en el suelo polvoriento
de la llanura, a tres metros del porche. Y ya no le cupo ninguna duda cuando
desde dentro se oían los disparos y la risa alocada de ese asesino junto a los
gritos de sorpresa primero y de horror después de su familia. Sin posibilidad
alguna de moverse, desde el suelo, se dio cuenta de que tardaba en salir más de
la cuenta y, pasado unos 10 minutos, salió silbando mientras se abotonaba el
pantalón. Se acercó a Lomont con una sonrisa que aún acentuaba más si cabe su
repulsiva cara.
- Vaya, vaya, ranchero. Si
estuvo bien darle a tu mujercita muerta, como sería estando viva, ¿eh?
Tres meses pasaron tras aquella trifulca. Recorrió incansablemente
todo el territorio persiguiéndolo y hacerle pagar por sus pecados,
especialmente por su familia. Por fin, al anochecer, llegó a un pequeño pueblo
en el condado de Arapahoe. Se trataba de uno de tantos pueblos diseminados por
La Frontera, de una sola calle. Lomont cabalgó hasta la entrada de la
población. Detuvo su caballo. Sí; era ahí. En aquella solitaria villa se encontraba
Zachary. Podría jurar con su sangre que estaba en el Saloon. Descabalgó, ajustó
su cinto, comprobó sus armas, respiró hondo y gritó el nombre del asesino.
- ¡Zachary!– rugió en medio de
la calle desierta.- ¡Lawrence Zachary! Sal, hijo de mil rameras. ¡Tenemos una
cuenta pendiente tú y yo!
Vio que un par de transeúntes se pararon en seco al ver su figura
recortada contra el fulgor del sol que se ocultaba tras las colinas. Oyó que la
música del Honky Tonk moría en el Saloon y que la gente allá dentro acallaba
sus voces para prestar oídos a aquel hombre que gritaba fuera. Algunos
salieron, no muchos; la mayoría estaba de paso, pero no se querían perder el
posible espectáculo que podría tener lugar en ese instante.
Lomont volvió de nuevo a gritar el nombre de asaltador. No movió más
músculos que los de su boca. Permaneció estático a la entrada del pueblo. Tras
un silencio, en los que al menos una docena de personas le miraban atentamente
a una distancia prudencial, salió Lawrence “Ugly” Zachary, acompañado de dos
hermosas bailarinas.
- ¿Qué diablos sucede?- preguntó
el rufián.- ¿Acaso uno no puede tener un revolcón como Dios manda?
Abrazado como estaba de las bailarinas, miró hacia donde se encontraba
Lomont. Entrecerró los ojos para verle la cara, pero no pudo, pues el sol
estaba detrás del que había gritado su nombre.
- ¿Y tu quién eres, maldito
seas?- dijo Zachary.
- Mi nombre es Lomont. He venido
a matarte.- contestó.
- De manera que quieres matarme,
¿eh? Y, ¿de qué se me acusa, si se puede saber?- preguntó con evidente sarcasmo
mientras pellizcaba el trasero de una de las bailarinas.
- Venganza.- replicó tan solo
Lomont.
Tras una pausa en las que se reía entrecortadamente, echó de su lado a
las bailarinas y se sorbió la nariz con gesto pensativo. Luego bajó sus manos a
la cintura.
- Voy a agujerearte esa camisa
de palurdo que llevas y llenarte el cuerpo de plomo pesado si no me dejas en
paz; así que coge tu caballo y lárgate por donde has venido, bastardo
fanfarrón.
- Veamos si es cierto lo que
dices, Zachary.- sentenció Lomont.
Lawrence bajó los brazos como si no creyera lo que estaba oyendo.
Nadie le dejaba en ridículo, ni mucho menos un ranchero venido a menos. El
ranchero… de repente se acordó de él. Abrió los ojos como si se le hubiera
ocurrido una buena idea y se dio una palmada en la frente.
- ¡Un momento! Pero si yo te
conozco… Vaya, vaya; el botarate ranchero. Así que no acabé contigo después de
todo, ¿verdad? Bueno; entonces ya es hora de que enmiende mis errores. Esta
noche vas a cenar con el diablo, maldito cerdo.
Zachary encaró a Lomont en la calle y la gente se agolpaba para ver el
duelo. El sol se ocultaba definitivamente por las colinas y el manto púrpura de
la noche cubrió el pueblo hasta el horizonte. Los dos pistoleros estaban frente
a frente, preparados para disparar. La tensión se palpaba en cada centímetro de
polvo y tierra; todos los corazones palpitaban con expectación; uno de los dos
hombres caería en el camino y el otro seguiría con su vida.
Lomont desenfundó tras unos segundos de concentración, pero Zachary
fue más rápido. Solo se oyó un disparo y la bala atravesó el cuerpo de Lomont a
la altura del pecho. Éste trastabilló y retrocedió dos pasos, pero no llegó a
caer al suelo. El asaltante dejó salir una risotada de triunfo de su arruinada
boca y, al ver que no caía, apuntó de nuevo. Volvió a disparar una vez, y otra
vez. Las balas impactaron todas en el cuerpo de Lomont, pero este parecía solo
moverse tras los impactos, pero no caer. Era un bastardo muy resistente.
Zachary disparó hasta tres veces
más hasta vaciar el tambor. Y, aunque las balas iban en dirección al ranchero,
parecía no sentirlas.
Finalmente Lomont, con la cabeza gacha, comenzó a reír por lo bajo. A
los segundos ya era una risa perfectamente audible para convertirse finalmente
en una carcajada. Luego miró a Zachary y le señaló mientras reía.
- Pobre, pobre, pobre Zachary.-
dijo mientras reía.- No puedes matarme, maldito infeliz.
Zachary parecía nervioso y aterrado a la vez. Sostenía el revolver
como si no supiera que tenía en las manos. Sus labios se quedaron secos de
repente y se pasó la lengua para humedecerlos. Solamente logró balbucir.
- ¿Co… c-omo… cómo es posible…?-
preguntó a nadie en particular.
Y entonces Lomont avanzó mientras el cielo purpúreo daba paso a la
negritud de la noche y a las primeras estrellas. La luna se dejó ver en todo su
esplendor y su luz bañó el poblado con un halo fantasmal. Mientras el ranchero
avanzaba, la luz de luna tocó su cuerpo y entonces Zachary se dio cuenta de la
verdad. Pues un cadáver se dirigía hacia él.
- No puedes matarme,- repitió
Lomont.- porque ya estoy muerto. Ya estaba muerto en el rancho gracias a ti.
Avanzaba con resolución, sin detenerse; la gente que se había
congregado corrió como si huyera de la peste, pero Zachary no podía moverse de
su sitio. Es como si estuviera paralizado de cintura para abajo. Notó una
tibieza en la entrepierna y supo de forma vaga que su vejiga se había soltado.
Mientras Lomont iba hacia el con media sonrisa en su rostro, la luz de la luna
incidió en él y pudo ver un halo fantasmal alrededor de su cuerpo, más
concretamente de lo que quedaba de él, pues aquella luz sobrenatural le
mostraba un hombre en avanzado estado de descomposición.
Zachary se puso de rodillas intentando cargar su arma. Lo consiguió a
duras penas y, cuando llegó Lomont hasta él, el revolver parecía pesar una
tonelada. El ranchero se lo quito de las manos y lo miró de forma pensativa… si
es que los fantasmas piensan.
- ¿Sabes, Zachary? Cristo
perdonó a todos sus enemigos.- dijo Lomont por fin.- Yo no puedo perdonarte.
Y disparó.
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