McAllen se ha pasado desde los once años, edad en la que cometió su
primer atraco a mano armada, huyendo de la bofia. La protección que le
suministró la familia O’Leary fue más que suficiente para que dejaran de
pisarle los talones y disfrutar de un más que confortable status dentro del
mundo mafioso en el que empezó a moverse. Por supuesto, era un joven bastante
obediente, leal y muy servicial. Nunca tuvo una mala palabra o una acción que
indicase que él, en el momento de “las operaciones”, tal como las llamaba el
Don, era el que estaba al mando. Al contrario, permitía que otros decidieran
que era lo que había que hacer; eso sí, siempre bajo mando de Mr. Ryan O’Leary,
el patriarca de la familia.
Durante cerca de treinta y cinco años había servido a O’Leary, en conclusión, con grandísima diligencia. Pero, sin embargo, ahora tiene otras preocupaciones. Y es que, aparte de huir de la policía en sus años mozos, se ha visto de nuevo envuelto en una huida más extraña aún si cabe: sus propias víctimas le persiguen de manera implacable. Da lo mismo si está comiendo en un restaurante, si sale a dar un paseo en coche o a punto de irse a dormir. Los espíritus de sus víctimas, cruelmente asesinadas, siempre están allí… y no parecen tener intención de cejar en su empeño de hacer de su vida un infierno.
McAllen sin embargo no se arrepiente en absoluto de lo que hizo, ya
que todo fue ordenado por el Don, y es solo ante él cuando rinde cuentas. Así
pues, comenzó a volverse taciturno, solitario y, en ocasiones, hasta paranoico.
Empezó a ir más asiduamente a la iglesia de lo que ya acudía, pero todo era en
vano. Por supuesto, no se atrevía a hablar de esto con nadie, ni siquiera con
los más allegados, pues le tacharían de loco a la primera de cambio.
Y una noche, cuando McAllen acababa de cenar y se disponía a
acostarse, la virulencia con la que aparecieron fue inédita. Es como si
salieran de las paredes de golpe, todos a la vez. Era insoportable verlos, pero
aún más insoportable era cerrar los ojos y seguir
viéndolos, como si no tuviera párpados. Se levantó con un grito y corrió a
otra habitación.
- ¡Dejadme en paz, por favor!-
gritaba McAllen.- Solo cumplía ordenes…
Le gritaba a nadie, pues los fantasmas volvían de nuevo a hacer su
aparición y no había manera humana o sobrehumana de hacerles frente o de
librarse de ellos. Algunos presentaban una apariencia altamente escandalosa,
como si estuvieran en estado de putrefacción y los gusanos se deslizaran bajo
su piel como si fuera un pergamino viejo.
Otros, los menos, eran espectros que chillaban improperios dirigidos a
McAllen. Pero, de igual manera que la maldición de verles era una constante,
tampoco era posible evitar no escucharles. McAllen salió de su pequeño piso en
pijama y pantuflas, corriendo por la escalera comunitaria hacia el rellano de
su bloque de pisos.
Salió a la calle desorientado. Alzó la mirada y vio el rostro pálido
de la luna que le devolvía el fulgor de la luz solar. A su alrededor, miles de
millones de estrellas titilaban incansablemente observando la escena que
ocurría ahora mismo en aquel bloque de Detroit de los años cuarenta. McAllen
respiró tranquilo. Un instante de paz era lo que necesitaba. Oyó un grito
lastimero detrás de él y observó la puerta del descansillo.
Los automóviles pasaban a escasos metros de él, las farolas iluminaban
su calle e incluso algún que otro transeúnte paseaba por la calzada, pero la
atención de McAllen radicaba, sobre todo, en la puerta de entrada de su bloque
de pisos. Allí estaba oscuro; había bajado tan deprisa que no le dio tiempo ni
a pulsar el interruptor de la luz. Esta vez el grito se oyó mucho más fuerte.
Parecía un coro siniestro, llenos de voces que más que cantar se lamentaban
eternamente. Y entonces salieron a decenas de la puerta, fantasmas que solo él
podía ver, que solo él podía escuchar y que solo él podía sentir.
Los espectros le rodearon sin cesar de dar vueltas a su alrededor,
culpándole de sus infortunios, declarándole el único hacedor de sus muertes,
condenando su existencia a una vida ligada al sufrimiento. Y fue en ese momento
cuando McAllen se rindió del todo. Echo a correr sin dejar él también de
gritar. Chilló con tanta furia y con tal estruendo, que las ventanas de la
manzana no pararon de iluminarse para ver qué era lo que ocurría en la calle.
McAllen corrió hasta llegar a un parque cercano a su vivienda. Notaba
que le seguían y, en ese momento, comprendió que no se libraría de ellos. Era
una batalla perdida para su causa y su vida. Siguió avanzando, tropezó, cayó de
bruces, pero volvió a levantarse. El frío hálito de sus víctimas le hacía
temblar mientras corría; su huida ciega no era obstáculo para ellos, pues les
notaba en pos de sus pasos, alcanzando sus talones, pasando un segundo después
por donde él pasaba.
Se adentró todo lo que pudo en el parque y echó mano a un árbol. Se
encontraba agotado, le faltaba el aliento. Miró en derredor suyo y no vio nada.
A pesar de ello, estaba alerta. No podía fiarse. Pasó así diez minutos que
parecían diez milenios y entonces su mente empezó a vibrar de júbilo. Tal vez
ya no era necesario correr más. Tal vez ahí se había acabado todo.
La sonrisa se transformó en una risa tímida y su respiración volvió a
tornarse relajada. Mas, cuando empezó de nuevo a caminar, a menos de cincuenta
pasos, entre las sombras, luces brillantes y redondas se acercaban a él. No era
posible, pues había conseguido deshacerse para siempre de ellos. Fue entonces
cuando gritó de nuevo. Pero no fue un grito tan solo de su cuerpo, sino también
de su ánima. Gritó mientras las luces se acercaban hacia él a buena velocidad.
Y, entonces, cuando llegaron hasta él,
su lamento se extinguió y lo comprendió todo.
Los niños llegaron hasta el árbol acompañados de sus padres. Todos
estaban disfrazados, como corresponde en la noche de Halloween. Llevaban
linternas para cruzar el parque y así llegar a todas las casas de manera más
rápida y más eficaz.
Pero, justo a mitad del trayecto, junto al árbol donde se habían
detenido, hallaron un cuerpo que ya no era tal, sino que se trataba de un
esqueleto con andrajos semienterrado en aquel lugar. Probablemente las lluvias
habían descubierto a aquel desdichado y, por las posteriores pruebas que se le
hicieron, pertenecía a un hombre blanco de unos cuarenta años que llevaba unos setenta
años ahí enterrado. Finalmente se llegó a la conclusión de que se trataría de
algún ajuste de cuentas entre mafias que habían imperado durante la lejana
época de los años cuarenta.
Lo que sí que podría decirse con seguridad, es que aquellos niños nunca
podrían olvidar ese Halloween. Parecía que aquella noche habían salido los
fantasmas a pasear.
Hablando de finales inesperados... :P
ResponderEliminar¡Hombre, pues si tenemos por aquí a la señorita Smith! :)
EliminarEstoy contento de que te hayas dado una vuelta por aquí a ver a mi criatura. En realidad los finales inesperados es algo que exprimo siempre al máximo, pero, por supuesto, por mucho que exprimas una cosa siempre habrá finales sorprendentes, tal como el tuyo del teatro.
¡Bienvenida y espero verte más por aquí! :D