McAllen se ha pasado desde los once años, edad en la que cometió su
primer atraco a mano armada, huyendo de la bofia. La protección que le
suministró la familia O’Leary fue más que suficiente para que dejaran de
pisarle los talones y disfrutar de un más que confortable status dentro del
mundo mafioso en el que empezó a moverse. Por supuesto, era un joven bastante
obediente, leal y muy servicial. Nunca tuvo una mala palabra o una acción que
indicase que él, en el momento de “las operaciones”, tal como las llamaba el
Don, era el que estaba al mando. Al contrario, permitía que otros decidieran
que era lo que había que hacer; eso sí, siempre bajo mando de Mr. Ryan O’Leary,
el patriarca de la familia.
Durante cerca de treinta y cinco años había servido a O’Leary, en conclusión, con grandísima diligencia. Pero, sin embargo, ahora tiene otras preocupaciones. Y es que, aparte de huir de la policía en sus años mozos, se ha visto de nuevo envuelto en una huida más extraña aún si cabe: sus propias víctimas le persiguen de manera implacable. Da lo mismo si está comiendo en un restaurante, si sale a dar un paseo en coche o a punto de irse a dormir. Los espíritus de sus víctimas, cruelmente asesinadas, siempre están allí… y no parecen tener intención de cejar en su empeño de hacer de su vida un infierno.
McAllen sin embargo no se arrepiente en absoluto de lo que hizo, ya
que todo fue ordenado por el Don, y es solo ante él cuando rinde cuentas. Así
pues, comenzó a volverse taciturno, solitario y, en ocasiones, hasta paranoico.
Empezó a ir más asiduamente a la iglesia de lo que ya acudía, pero todo era en
vano. Por supuesto, no se atrevía a hablar de esto con nadie, ni siquiera con
los más allegados, pues le tacharían de loco a la primera de cambio.