Inspirado en Sundown,
de Mike Foyle
Asistí, como había hecho multiplicidad de veces, al evento que se
celebraba en mi antiguo instituto. Hacía casi veinte años que acabé mis años
mozos en sus aulas pero al vivir próximo, siempre que tenía ocasión, me
acercaba a hablar con los monjes que me habían dado clases; allá charlábamos de
cosas triviales como el devenir de los tiempos, los nuevos alumnos, mi
profesión y mi familia, a la que recordaban aún con alegría por los que aún
vivían y con añoranza por los que ya no estaban allí.
Al último miembro que enterramos fue a mi abuela; no creo que haya
habido un ser más encantador sobre la tierra. No queda bien que lo diga yo,
pero era su ojito derecho para todo. Y una de las pasiones que me inculcó
cuando era un crío, en su pequeña casa a las afueras, en compañía de mi abuelo,
era el amor por el baile. De hecho, por su culpa,
empecé a bailar a la tierna edad de siete años en un centro de enseñanza de Kuragis, una danza del lejano reino de
Fereb. Era un baile parecido al ballet clásico, pero dotado de una plasticidad
y elegancia que dejaba al ballet en un resignado segundo puesto.
De allí pasé al instituto y seguí, no obstante, con las clases de
baile. Practicábamos en el polideportivo cubierto y, a pesar de ser el único
varón que bailaba esta danza, no fui objeto de burla por los demás muchachos;
tal vez me trataban con algo de condescendencia, pero acaso fuera una
apreciación mía. El profesorado en bloque sabía de mí precisamente por aquella
actividad que desarrollaba a la par que mis estudios y, de manera indirecta,
fui el orgullo de la clase de Kuragis.